Tan babosos que somos y de materiales tan livianitos estamos construidos que de todas las comidillas televisivas de comienzos de año la que más ganó espacio y atención fue aquel episodio de las uñas romas de la diva malcriada o de la diva tan viva, la pataleta, en fin, que dio de qué hablar durante días por encima de nuestras pestes cotidianas.
Y no estaba sola. La opinión y el periodismo tuvieron, en esos mismos momentos, otra novedad para ocuparse, salida de la misma entraña de La Organización, como le dicen sus empleados a RCN, pero ésta exigía más pensamiento que habladuría y ya se sabe que para pensar no estamos hechos.
Estoy hablando del nombramiento de Rodrigo Pardo como director de las noticias de televisión de RCN. Tan sorpresivo, me pareció, como el que esa misma empresa había hecho para la dirección de su aparato radial hacía más de un año cuando escogió como al azar a Francisco Santos para reemplazar a Juan Gossaín.
En ambos momentos, en el de Santos y en el de Pardo, atisbé de repente un espejismo: que los Ardila, manejadores de los hilos de La Organización, habían resuelto llenar el vacío de López Michelsen al poner a pensar al país. Concluir sobre cómo habían llegado a esos nombres para ocupar esos cargos supuso, en el caso de Santos, unas especulaciones que combinaron la política del uribismo, entonces con su prestigio intacto, y el periodismo, en ese orden; y en el caso de Pardo convocan (me convocan) a un ejercicio intelectual meramente periodístico. La sorpresa que me produjo lo de Rodrigo Pardo no es porque no tenga todos los pergaminos y merecimientos, sino porque para el cargo le sobran. Está sobrecalificado. Pardo es un analista fino y frío, puntudo a veces, siempre bien informado; un periodista reposado, serio, acostumbrado a hacerle al impacto una segunda y una tercera digestión, incapaz por ello de lanzarse a la especulación. Sus lectores y últimamente sus oyentes, le han reconocido por un lenguaje preciso, sin concesiones a las altisonancias.
Todo ello, más una presencia personal incombustible, no permiten verlo como el director de noticias de un medio sanguíneo y turbulento, que se juega cada instante una audiencia a punta de volver espectáculo todo lo que toca, de inflar las desdichas y reiterarlas hasta la insensibilidad colectiva, de pasar apenas rozando por lo que importa y de huir de los contextos casi con repulsión.
Pero todo aquello que es Pardo y todo esto que es la televisión, es lo que anima a esperar qué es lo que va a pasar con él ahora que llega a un medio tan decisivo. Si sacará de su adentro intrepidez para jugársela por el contenido y si tendrá imaginación para romper la tiranía de los índices de audiencia que han impuesto la impúdica filosofía de “eso es lo que le gusta a la gente”. Si a través de un modelo serio, de horarios serios, de lenguaje serio, pero con empaque atractivo y estéticamente televisivo, este medio le da una oportunidad al país total y no seguir fragmentándolo para que solo tenga protagonismo el país de la tragedia y de la lágrima fácil.
Podría decirse –lo voy a decir—que ante su temperamento, la designación de Pardo a televisión es una paradoja. Pues hay otra paradoja: su tarea ahora, y lo que pase en la televisión informativa en este futuro inmediato, dependerá mucho de a quien ponga Caracol al frente de su estructura de noticias. Si pone a un botafuegos y Pardo impone una línea informativa pero reposada, Caracol quedará en evidencia como un periódico vespertino amarillo televisivo. Pero si escoge la mesura, es posible que en Colombia la televisión noticiosa esté dando un vuelco para pasar del populismo populachero a la utilidad nacional.