Anoche volvió a nevar y hoy todo lo cubre una capa blanca de seis centímetros. Los árboles parece que hubieran sido sumergidos en marshmallow. Voy camino a encontrarme con Luis, que tiene una cita con el urólogo, porque hace unas cuatro o más semanas tiene un testículo hinchado, muy hinchado. A veces el dolor es tal que se queda todo el día en cama, con una bolsa de hielo en las pelotas. La hinchazón y el dolor van y vienen sin patrón aparente, y con menos explicación.
Voy en el subway, cruzando el Williamsburg Bridge hacia Manhattan, afuera todo es blanco y gris, todo es sucio. Es increíble que en medio de tanta mugre, tanto pavimento y tanta porquería, la gente siempre llega a esta ciudad inflada de esperanzas, y cuando se van siempre quieren volver.
Luis podría tener cáncer. Luis podría tener cáncer en un testículo. Es muy fuerte, la idea es diabólica. Si con estos ánimos vengo yo, no me quiero imaginar que ánimos lleva Luis, montado en un tren desde el fin de Nueva Jersey.
Cuando Luis tenía diez años, su papá tenía una carrera política en el Gobierno de Canarias, en Las Palmas de Gran Canaria. También tenía amantes esparcidas por ahí, que visitaba durante conferencias y eventos a los que se llevaba a Luis, para que en la casa creyeran que el hombre se iba a trabajar. Trabajaba por la mañana, y desde por la mañana se emborrachaba, al medio día salía a almorzar y después se perdía y Luis quedaba libre como una ardilla. Él siempre fue una flor, siempre supo que era homosexual. Desde chiquito era una flor muy sociable, entonces se dedicó a conversar con todo el mundo, por todos los rincones, y así fue que se topó con don Pedófilo, en alguna feria perdida, mientras su papá se revolcaba con alguna puta de uñas de acrílico pintadas con brillantina. Don Pedófilo, ni corto ni perezoso, se abrió los botones de la camisa, haciéndole un striptease a Luis.
‒¿Alguna vez habías visto un pecho tan peludo? ‒le preguntó a Luis, un don Pedófilo de ojos verdes.
Luis nunca había visto tantos pelos en un pecho, y tampoco le había pellizcado a nadie los pezones, y don Pedófilo quería que se los pellizcara bien duro. Y quería, de hecho, que le hiciera un montón de cosas más. No lo obligó, y Luis disfrutó cada segundo, maravillado por la posibilidad de despertar semejantes reacciones en alguien. Fue una experiencia alucinante que lo dejó en un estado de ebullición permanente.
Cuando Luis tenía unos trece o catorce años empezó a ir y venir del colegio solo. Tomaba un bus en la calle, quince minutos de ida, y otros quince de vuelta, media hora de gloria absoluta. Muy pronto empezó a identificar a los pervertidos y los degenerados. Nunca faltaban. En el bus, Luis se paraba de forma que le restregara el culo en la entrepierna, y estos hombres se quedaban tiesos, o respondían, y Luis no se movía, sintiéndose más poderoso que muy poderoso. Jugaba a la víctima, a que le hicieran cosas, aprendió a portarse como ellos querían.
En la universidad, cuando perdió la cara de bebé empezó a ir a bares gay. Se emborrachaba muchísimo y se abandonaba en las manos de mares de hombres anónimos que conocía bailando.
‒Era increíble, era lo mejor porque yo era carne fresca ‒dice emocionado, abriendo los ojos grandes y frotándose las manos como si tuviera frío.
Pero al día siguiente cuando se levantaba intoxicado, sintiéndose como desecho químico empezaba a arrepentirse, y lo ahogaba la culpa católica, tatuada durante años y años por curas y monjas que pegaban con reglas y mandaban a volar borradores de tableros de tiza.
En 1998 se hartó de la homofobia y el retraso mental de la sociedad de su isla y se largó para Nueva York. Llegó de inmediato y se dedicó a frecuentar sitios gay, y en NYJacks, un bar que existía en el Meat Packing District, conoció a Roy, quien se convertiría en su primer gran amigo en la ciudad y su mentor. Desde un principio, Luis supo que Roy era VIH, y que tenía un marido desde hacía más de una década. Ninguno de estos dos datos impidió que Luis tuviera sexo con Roy. Iban juntos a bares, donde se emborrachaban y olían cocaína en el baño. Después se iban para orgías en casas de amigos, o en siniestros bares clandestinos.
La confianza creció con el paso de los años y así murió el miedo, y Luis se empezó a revolcar con Roy sin usar condón. Hoy en día, la comunidad gay de este país ya no le teme al VIH. Tener VIH, entre ellos, no es motivo para ser estigmatizado. Hoy en día la gente ya no se muere de SIDA. Aquí el gobierno les da remedios y tratamientos mágicos, que hacen que estos pacientes vivan una vida casi normal. El gobierno, además, les concede viviendas a precios ridículamente bajos, y en muchos casos gratis. Existen orgías de hombres con VIH, bareback orgies, donde nadie usa condón. Existen hombres que van a estas orgías sólo para ser contagiados. No es el caso de Luis, Luis no quiere contagiarse, y continuamente se hace exámenes para estar seguro de que está sano. Simplemente no le tiene miedo al VIH, y ha tenido mucha suerte.
A través de sus andanzas con Roy, Luis ha visto y sentido más de lo que hubiera podido imaginarse que existía. Finalmente, a sus treinta años separó el sexo del corazón y abandonó cualquier rastro de culpa. Curas y monjas se revuelcan en sus tumbas.
En su camino se cruzó un personaje al que llamaré el Marqués de Sade. El Marqués de Sade tiene el cuerpo de un atleta y la cara de un príncipe, y pertenece a una de las familias más ricas y poderosos de este país de magnates petroleros. Antes de que empezara la universidad ya era el dueño de un townhouse en Chelsea. Este caserón de tres pisos, sótano y jardín trasero se lo regalaron el día que se graduó del colegio, y cinco años después lo convirtió en un dungeon, un calabozo sexual de paredes y techos negros, espejos tan altos como las paredes y muebles de cuero rojo. El Marqués tumbó casi todas las paredes internas de la casa y la dejó casi como un galpón, donde los únicos espacios identificables son la cocina y los baños, por obvias razones.
Tiene un montón de muebles que el diseñó y mandó a construir. Son juguetes sexuales, muebles con la única función de proporcionar placer. Tiene mesas con un hueco en el centro, del tamaño del hueco de un inodoro, donde una persona se sienta y otra se acuesta por debajo de la mesa, quedándole la boca a la altura del sentadero del otro. En cada baño tiene una manguera con un dildo en la boca para enemas, aunque, en teoría, a esas orgías la gente llega recién enjuagada, y a profundidad.
Las “orgipiñatas” del Marqués de Sade y su corte de borregos son un culto a las secreciones humanas. Todo está diseñado en torno a ellas y en función de ellas.
Pero no es donde el Marqués donde Luis ha visto las escenas más impresionantes de su activa vida sexual. Ha conocido en otros lugares a hombres con piercings en el pene, los testículos y “nies” que les gusta que les jalen los aretes cuando van a tener un orgasmo. Ha visto hombres practicar sounding, que consiste en meterse un tubo por la uretra, que ha sido previamente lubricada con cremas especiales.
Luis también ha pertenecido a diferentes grupos nudistas, que se autodenominan “naturistas”. Estos hombres se reúnen y realizan diferentes actividades en las que el sexo no juega ningún rol. Son un grupo organizado y legal, y algunas veces van a museos, o a jugar bolos en sitios que reservan sólo para ellos. También se reúnen en playas donde el nudismo es legal, y a veces ilegal. En Estados Unidos el nudismo tiene una multa de hasta doscientos dólares; realizar una actividad sexual en público tiene cárcel, pero estos riesgos lo hacen aún más excitante.
Después de casi treinta años de carrera sexual, habiendo experimentado tatuajes, piercings, pellizcos, cachetadas, golpes, electrocutadas, fisting y secreciones, Luis concluye que no existe sexo como el sexo con amor.
Yo llego a la oficina del urólogo casi diez minutos antes de la cita, Luis aún no llega y empiezo a creer que le ganó el pánico y no llegó. Lo espero en la calle, hace mucho frío, pero si me muevo no es tan grave, entonces bailo en el andén. Cuando aparece Luis, no viene de la calle, sino que sale de donde el doctor. Llegó temprano y lo atendieron antes. No tiene cáncer, tiene varicocele, y ahora se quiere emborrachar para festejar. La ciudad ya no es blanca y gris, ahora es blanca y amarilla.
Luis no le tiene miedo al VIH
Vie, 25/02/2011 - 14:27
Anoche volvió a nevar y hoy todo lo cubre una capa blanca de seis centímetros. Los árboles parece que hubieran sido sumergidos en marshmallow. Voy camino a encontrarme con Luis, que tiene una cita