¡Por la mare que te parió!

Jue, 02/02/2012 - 00:02
No pertenezco a colectivo alguno, no soy activista de nada, no me voy a empelotar en la vía pública por ninguna causa, pero me simpatizan las vacas. Tal vez porque de

No pertenezco a colectivo alguno, no soy activista de nada, no me voy a empelotar en la vía pública por ninguna causa, pero me simpatizan las vacas. Tal vez porque desde que tengo recuerdos, siempre ha habido vacas a mi alrededor; porque me encantan los animales, casi todos –cucarachas, zancudos, arañas peludas, cocodrilos, hienas y serpientes son excepción–; y porque no soy rencorosa. A pesar de haber tenido con ellas tres encuentros cercanos del peor tipo, tres veces las he perdonado de inmediato. Con su permiso, presentaré las pruebas de lo que afirmo.

El primero: Terminé preprimaria y mi papá me regaló un anillo en forma de flor, con una perla diminuta en la mitad. Ese año, como siempre, apenas comenzadas las vacaciones, nos depositaron –a mis hermanas, a mis primos y a mí– en la finca de los abuelos. Allá nos levantábamos al amanecer, para “ayudarle” al mayordomo en las labores del ordeño: abríamos las puertas del establo, apilábamos la boñiga (me encanta el olor de la boñiga), poníamos agua y yerba picada en los comederos, vigilábamos los terneros y, en una algarabía aterradora, nos mandábamos a callar unos a otros “pa´ que no escondan la leche”. En una de esas se me deslizó el anillo y cayó como copete de crema sobre la merienda de una de las comensales que, en un dos por tres, estiró la lenguota y, junto con el masato verde que rumiaba, lanzó mi perla a las profundidades abisales de sus cuatro estómagos.

El segundo: El colegio estaba construyendo nueva sede, un edificio rodeado de potreros, a donde nos llevaban de paseo a las chiquitas. Al mando de Carola, una solterona histérica que se comía las uñas hasta la madre y nos cuidaba en el bus y en los recreos, organizábamos expediciones que, por lo general, terminaban en boletín de disciplina. “Un día de estos les va a pasar cacho, muchachitas”, nos amenazaba. Y, al parecer, alguien la escuchó porque, un día de esos, mientras nos escondíamos para hacerla rabiar, salió de la nada una vaca loca, nos pasó por encima y nos dejó como estampillas entre la maleza. Por varias semanas, exhibimos raspones sangrantes y hematomas dolorosos con la dignidad de quienes han sobrevivido a una catástrofe.

El tercero: No fue una vaca, sino un toro. De lidia, para más señas. Se escapó de un corral de una hacienda donde los crían o los criaban, en el Alto de Las Palmas (Medellín), y se dejó venir de frente a mi hija –que estaba aprendiendo a caminar–, y a mí, igual que en las películas de dibujos animados: haciendo temblar la tierra, levantando polvareda con los cascos y echando humo por la nariz. Tuve el tiempo justo para lanzar a la niña por encima del alambrado y para deslizarme, cual comadreja, por debajo del mismo. El toro intentó saltar, pero, aún me preguntó por qué, cambió de parecer; frenó en seco y se devolvió veloz por donde vino. Conservo en la espalda las cicatrices de esa fiesta brava.

Sin embargo, reitero, quiero a las vacas y a su descendencia. No me había detenido a pensar en ello –mucho menos a contarlo-, mas tanta palabrería que se ha dicho y escrito últimamente, a favor y en contra de las corridas, refrescó mi memoria y activó el replay de mis afectos. Sobre todo por el fundamentalismo que caracteriza a defensores y detractores, y la violencia que caracteriza a la mayoría de quienes aportan sus posiciones al respecto en los foros de los lectores. Unos y otros dan miedo por lo irracionales, por lo amenazantes. Algunos, risa por la desproporción de sus argumentos. Por ejemplo: “una corrida de toros no es una carnicería, sino una fiesta” o “el toro de lidia es un animal combativo e inteligente y la fiesta de los toros es el ballet” o: “el toro es el animal predilecto para el oficio ritual para el que se impetra el auxilio divino”.

Casi todos los ejemplos chistosos que podría seguir enumerando provienen de taurinos recalcitrantes que ya no saben a qué más metáforas apelar para hacer contrapeso a los antitaurinos, cuyas razones, por lo obvias, son menos bucólicas y alambicadas. Saltan a la vista, una vez superado el impacto del colorido de la plaza, los paseíllos, las trompetas y demás parafernalia, cuando la “tradición cultural milenaria” se resuelve con la muerte o con la gravedad de las heridas, en medio de pitos u ovaciones, según haya sido el calibre del espectáculo.

No me gustan las corridas, no soporto el sufrimiento de un ser vivo y no como carne, pero, al mismo tiempo, no satanizo a quienes las disfrutan, no creo en la sinceridad de los políticos que se rasgan las vestiduras con el tema y no estoy de acuerdo con la prohibición que se pretende. Guardo la esperanza, eso sí, de que las nuevas generaciones, saturadas de sangre, dolor y muerte, vayan dejando de lado este cruento esparcimiento que heredamos de los españoles. Para que se extinga por falta de combustible.

Entretanto, torito valiente, ¡olé por la mare que te parió! (Pobres vacas).

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