Pusilánimes

Dom, 27/05/2012 - 01:02
Mienten, se engañan, sueñan con salir de la mediocridad.  Prisioneros del deber ser, los personajes están doblemente aterrados: por la libertad y por el compromiso. Son amantes fracasados que imag
Mienten, se engañan, sueñan con salir de la mediocridad.  Prisioneros del deber ser, los personajes están doblemente aterrados: por la libertad y por el compromiso. Son amantes fracasados que imaginan pasiones de príncipes azules y eternidades compartidas.  Por eso mismo se preguntan, ¿Existe la felicidad? ¿Somos felices? “¿Toda felicidad aspira a ser eterna? ¿Igual que todo goce?”.  La felicidad, están convencidos,  es la suma de algunos requisitos, de recetas que hay que seguir al pie de la letra. Sin duda los siete cuentos del juez y escritor alemán Bernhard Schlink, reunidos en Mentiras de verano y publicados en español por Anagrama, invocan la desesperanza. También la futilidad de la existencia cuando ésta es vivida por cobardes. La extraña fascinación de Richard y Susan podría haber sido interminable. Sin embargo, Richard no ha crecido. Sus padres, con sus exigencias, han muerto; podría hacer lo que quiere, pero ellos “siguen allí”. Tampoco sabe qué ambiciona. Algo sí sabe: ama a Susan que vive en Los Ángeles, la primera mujer a la que ha amado “como si no existieran imágenes previas de cómo debe ser el amor”.  Abandonaría, piensa Richard, su vieja vida de barrio pobre newyorkino para reiniciarla con Susan. En cuanto fuera posible.  Pero “aún no lo era. Lo haría cuando llegara el momento.  Lo haría porque lo había decidido. Lo harían. Pero aún no”.  Entretanto, lo acosa el recuerdo de Susan llorando al subir al avión cuando se despidieron la primera vez. Es un donjuan el personaje de “La noche en Baden-Baden” atrapado en la adicción de seducir: engaña a su novia Anne, exitosa conferencista, que exige con vehemencia conocer la verdad de sus andanzas; pasa un fin de semana con Therese; se enreda por un rato con Renée, que no quiere nada de él.   Sufre de ansiedad, de incomprensión, de soledad. “¿Tendrá también algo que ver con los límites en la relación con mi madre?” “¿No sería que estaba buscando a su madre y la había encontrado en Anne?”. El autor de teatro es incapaz de llegar a la intimidad, no soportaría el compromiso: “dejarlo todo, irse con Anne y recorrer con ella el mundo, no, eso no podía ser”. Necesita controlar, es un envidioso, el novelista frustrado de “La casa en el bosque”, padre de Rita, casado con Kate, una escritora famosa que, cansada del alboroto  de New York, busca refugio en el campo. La encierra con la niña en su casa de las afueras de Vermont. Ellas escapan. Es casi inverosímil “Un extraño en la noche” la historia de Werner Menzel cuya novia fue secuestrada o comprada por tres millones por el agregado de la Embajada de Kuwait para incorporarla a una red de tráfico de mujeres. Ava, la joven,  huye para rencontrarse con Werner que no soporta esa convivencia: lo consumen los celos al imaginarla con posibles amantes. El hombre la empuja, quizás ella se cayera del balcón. Werner debería pagar con su vida la desaparición de la propiedad de otro. Un asesino enviado por el diplomático lo persigue por todo el mundo. Jacob Saltin escucha su relato. En “El último verano” Thomas Wellmer, enfermo de un cáncer intolerable,” quería que todo fuera perfecto durante los días previos a su suicidio.  “No admitía que no era feliz; quería serlo…quería ser feliz porque había soñado mucho con aquella felicidad y ahora la tenía, o al menos contaba con todos los ingredientes que se había imaginado que debía tener”. A veces, Thomas oía en su interior una vocecita que cuestionaba su felicidad, pero la hacía callar.  De repente, se rompe su felicidad estandarizada, impensable sin la compañía de  esposa, hijos, nietos. Todos  lo abandonan. Su muerte tan planeada no vendrá de su propia mano. El viejo filósofo arroja al agua la llave que esconde el frasco con el coctel letal. Un padre duro, distante, y un hijo, también educado en el silencio machista, son los actores de “Johann Sebastian Bach en Rügen” que viajan, por invitación del joven, a una serie de conciertos de Bach, favorito de ambos. El hijo le formulará  al padre, con cautela y mucha, demasiada cortesía, algunos interrogantes sobre lo desconocido. Tal vez ahora compartirán algo  porque no lo hicieron antes.  Ruedan por su cara las lágrimas del padre al escuchar los motetes del artista predilecto. ¿Son manifestaciones de cariño, acompañadas de culpa, por el hijo? o, mejor, ¿la música lo acerca a su esposa, la única capaz de conmoverlo? A sus setenta años Nina, la protagonista de “El viaje al Sur” se dice, “Si pudiera dejar de vivir para los demás y empezar por fin a vivir su vida…Pero para eso no sólo era demasiado vieja, sino que tampoco tenía ni idea de en qué consistía eso de vivir su vida. ¿Hacer por fin lo que le apetecía? El único disfrute que había aprendido a permitirse era enfrentar a sus responsabilidades con cariño y cumplir su deber”. Nina viaja al sur con Emilia, su nieta, para ver a su amor de juventud, Adalbert Paulsen. Retorna a su cotidianidad entristecida. No era lo racional, algunas excusas, lo que buscaba, sino rememorar una pasión corporal. Le hubiera gustado saber si Adalbert  seguía bailando igual de bien…tendría que haber salido a “la terraza y haberse dejado llevar por él, con su único brazo, de un modo tan seguro y tan ligero, como si volara”. Hace sol, es verano. Ninguno fue feliz.
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