Soy colombiano, luego opino

Jue, 13/09/2012 - 00:33
Es una escena muy colombiana: un automóvil se estrella contra otro y, de repente, de la nada, empiezan a brotar opinadores como si fueran abejas de un panal recién caído. Que fue éste, que fue el
Es una escena muy colombiana: un automóvil se estrella contra otro y, de repente, de la nada, empiezan a brotar opinadores como si fueran abejas de un panal recién caído. Que fue éste, que fue el otro. Que el seguro. Que la policía. Que el trancón. Todos opinan. Todos gimen. Y lo mismo pasa en los aviones, en las peluquerías, en las filas de los bancos: no es sino que surja un temilla medio polémico en cualquier esfera pública para que salten 40 millones de colombianos a ejercer su derecho fundamental a la libertad de expresión. Es la democracia, maestro. Los traumas de una sociedad se notan en sus medios de comunicación, y la cultura del opinionismo también abunda en la prensa. Empezando por este texto, que es una opinión. Pero miren los nuevos proyectos: las mañanas Blu son “una apuesta por el periodismo de opinión”, el programa de Luis Carlos Vélez “será un espacio para el análisis” y el de Rodrigo Pardo, mi papi, presenta la opinión de dos puntos contrarios. Los tres proyectos se unen a las opiniones de más de 50 y más de 100 columnistas que escriben El Tiempo y El Espectador, así como a los cinco de Semana, que es una revista de opinión, y a los editorialistas de El Nuevo Siglo, que son la razón de ser del periódico. Esto sin mencionar internet, que es un zaperoco de opiniones, ni los medios regionales, que son en su mayoría panfletos de sus dueños. No digo que haya muchas opiniones. Sino que hay demasiados espacios de opinión. Pareciera que tan pronto alguien se queda sin trabajo pide una columna en un medio de comunicación. Y se la dan. ¿Por qué? ¿Por qué acá todos creemos que nuestras opiniones son dignas del tiempo de los demás? Habrá quien diga que las raíces democráticas de esta sociedad huérfana de dictadura generan espacios para que las diferentes opiniones se manifiesten. Pero nuestra versión de la democracia, donde un ‘buen’ apellido es garantía de columna, no ha establecido las estructuras que refuerzan la movilidad social y la rendición de cuenta gubernamental. Además, en los demás países latinoamericanos, que supuestamente son menos democráticos que el nuestro, también se ve esta saturación de espacios de opinión. De hecho, si semejante cantidad de tribunas dice algo de nuestras democracias es que acá los favores se pagan con espacios en la prensa. Tal vez la explicación de que haya tantos opinionistas sea más simple y se pueda resumir en una palabra: pereza. Dar una opinión es mucho más fácil que hacer una investigación. Los casos de columnistas que le dedican investigación a sus artículos son escasos, y por eso Daniel Coronell o Cecilia Orozco sobresalen tanto. Recuerde al costeño que prefiere dar un dato equívoco a decir que no sabe dónde queda tal sitio: en Colombia nos creemos sabelotodo y sentimos que podemos opinar sobre cualquier tema, no importa si es magnetohidrodinámica. Pero periodistas perezosos y sabidillos hay en todas partes. El otro problema al que se enfrenta el periodismo colombiano es la pobreza: tener más opinadores que periodistas no solo es más barato, sino que genera más réditos, porque es más taquillero. Las columnas suelen ser los artículos que más se leen de la prensa del domingo porque son más entretenidas, controversiales y exponen la intimidad de una persona. Además, después del sacudón de internet la gente consume lo que quiere y no lo que le toca. En esa lógica, la audiencia busca reafirmar sus prejuicios en vez de encontrar unos nuevos. La opinión vende. Y, en general, es bienvenida. Pero todo en exceso es malo. El opinionismo tiene consecuencias. La primera, la repetición. Si bien hay muchos espacios de opinión en Colombia, no es que haya muchas opiniones. De hecho, si uno filtrara todas las opiniones que se publican, lo más probable es que pueda reducirlas a dos o tres ideas divergentes. Por eso uno queda con la impresión de que perdió cuatro horas de su tiempo cuando termina de leer la prensa del domingo. Por eso, y paradójicamente, la palabra unanimismo se lee con tanta frecuencia en las columnas. La segunda, el sacrificio de la investigación. Es preferible que haya una saturación de espacios de opinión a que no los haya, sin duda. Pero el exceso de opinión se convierte en un problema cuando remplaza a la investigación. Que el presupuesto de los medios se vaya en pagarle a los opinadores es bueno para los medios porque le traerá más visitas el domingo. No es bueno, sin embargo, para el periodismo, y para la democracia, porque se pierde el objetivo principal de la prensa, que es investigar. La opinión es un acompañamiento del periodismo: no puede ser el plato fuerte. Es contradictorio que mi opinión sea que hay mucha opinión. Debería ser el primero en dejar de dar mi opinión, si quiero ser coherente. Y es que parte de la intrascendencia de las opiniones es que nos permiten ser incoherentes, porque, como decía Mr. Santos, “solo los imbéciles no cambian de opinión cuando cambian las circunstancias”. El día de su lanzamiento, el perfil de Twitter de Blu dijo “#EscuchoBlu, luego opino”. Le apuestan a opinar. Le apuestan a lo ya todos hacemos todo el santo día. Le apuestan a la democracia, maestro.
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