Un mundo para Lucía y Salvador

Lun, 07/01/2013 - 01:03
Cuando se tienen hijos se comienza a dimensionar el mundo y la vida en sus adecuadas y verdaderas proporciones. La naturaleza es sabia: el punto de equilibri

Cuando se tienen hijos se comienza a dimensionar el mundo y la vida en sus adecuadas y verdaderas proporciones. La naturaleza es sabia: el punto de equilibrio y el conocimiento necesario no vienen antes de ese mágico momento. Esa explosión cósmica y fulgurante que origina el grado de inflexión para aprender a transformar lo que somos y la realidad que nos rodea solo se produce cuando se tiene la maravillosa fortuna de gozar del verdadero amor; porque eso es lo que son los hijos: el más puro, sincero, desinteresado y delicioso amor que puede haber sobre la faz de la Tierra.

 A los hijos se les entrega todo sin esperar nada cambio; no ocurre lo mismo cuando de familiares y amigos se trata. Quien diga lo contrario miente olímpicamente. La familia es un vínculo indisoluble, los amigos, la familia que escogimos y los hijos, el más grande tesoro que un ser humano pueda tener. La combinación de las tres formas de amor es ciertamente un privilegio fascinante. Las dos primeras, en todo caso, no pueden compararse en lo más mínimo con la sensación balsámica y gratificante que produce la sonrisa y la mirada de un hijo entre los brazos. El mundo y su panorama cambian cuando los críos esperan en casa. Lo que antes era irrelevante puede convertirse en importante de la noche a la mañana. Se pasa de ser temido a temeroso por lo que les pueda ocurrir. La irracionalidad se vuelve objetividad. Antes de actuar es necesario pensar y ponderar cuando hay hijos de por medio: ellos serán los receptores directos de las consecuencias de nuestros aciertos y desaciertos. Los hijos son el catalizador de nuestras almas, la estructura que le da consistencia a la existencia. No hay mejor definición que la que al respecto hizo el premio Nobel de literatura José Saramago: “Hijo es un ser humano que nos prestaron para un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos. Ser padre o madre es el mayor acto de coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente el de la incertidumbre de estar actuando correctamente y el miedo de perder algo tan amado”. Y sí que es corajudo, valiente y hasta irresponsable traer a este mundo tan enfermo y delirante a unas inocentes criaturas que nada tienen que ver con el “descojone” y el desastre en el que está sumida la humanidad: violencia, narcotráfico, guerras de todo tipo, muerte, hambre y destrucción en cada rincón del planeta. Un caldo de maldad y miseria creado por nosotros mismos. Somos esclavos de la tragedia, somos una sociedad enferma y antropófaga: nos devoramos unos a otros. Somos verdugos y víctimas al tiempo. ¡Vaya paradoja! Yo anhelo un mundo diferente para mis hijos. Y sé que aquellos de ustedes, queridos lectores que tienen la fortuna de ser padres o que lo van a ser, piensan igual. La salvación de la humanidad y la clave de su potencial están en aquellos valores universales olvidados que son comunes a todas las culturas. Valores como la verdad, la responsabilidad, la armonía, el respeto, la honestidad, la lealtad, el perdón, el amor, la unidad y la generosidad constituyen un poder   sanador con el que podemos crear el mundo que nuestros hijos se merecen. Cuando entendamos que la transformación del mundo empieza con cada uno de nosotros; que cuando ayudamos a alguien nos ayudamos a nosotros mismos; que dar es la llave para recibir, que lastimar a otros daña más a quien lastima y que el amor es la llave secreta del cambio, habremos encontrado la cura a todos nuestros males. Quiero con todas las fuerzas de mi corazón un mundo nuevo para Lucía y Salvador y para todos los niños del mundo.

abdelaespriella@lawyersenterprise.com

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