Abad Suger

Mié, 12/01/2011 - 23:59
Durante la corte de Luis VI de Francia, con quien había estudiado en la infancia, Suger fue el encargado de la modesta y oscura basílica de Saint-Denis, que aunque no fuera demasiado sorprendente co
Durante la corte de Luis VI de Francia, con quien había estudiado en la infancia, Suger fue el encargado de la modesta y oscura basílica de Saint-Denis, que aunque no fuera demasiado sorprendente como edificio, tenía una importancia simbólica considerable, pues alojaba, a lo largo de sus estrechas naves, los ataúdes de los últimos reyes de Francia desde Carlomagno. Aunque Suger había sido ordenado por los benedictinos, no compartía con ellos la doctrina de la pobreza que llevaría, hacia el final de su vida, a la fundación de la orden del Císter por obra de Bernardo de Claraval, y a la consiguiente Cruzada liderada por el paupérrimo pero violento monje. Suger, en cambio, simpatizaba bastante más con la orden de Cluny, fundada en la abadía de Cluny unas décadas antes de su nacimiento, y la cual pregonaba la importancia de la opulencia arquitectónica en las iglesias como símbolo de la grandeza del Señor. En esta línea, Suger estudió con atención la obra de Dionisio el Areopagita, supuesto patrono de la abadía de Saint-Denis, de cuya Mistica Theologia se conservaba una copia original y una traducción al latín en la abadía. En sus páginas, el Areopagita predicaba la doctrina de la luz, según la cual Dios es una emanación constante y total de luz, y el comportamiento moral del hombre determina qué tan a la sombra terminará al cabo de sus días. De ese modo, Suger adaptó la doctrina de la luz a los preceptos cluniacenses de la opulencia, y resolvió que la manera ideal para honrar la gloria del Señor era reconstruir la abadía no sólo aumentando su tamaño y la cantidad de elementos preciosos que la adornaran, sino aumentando radicalmente la cantidad de luz que entraba por las ventanas. Para poder volver realidad los trazados del abad, los constructores debieron forzar sus conocimientos arquitectónicos al punto de usarlos de modo totalmente nuevo, sosteniendo un techo excesivamente alto sobre unas paredes hechas en su mayoría de vitrales y sobre unas columnas altas y flacas de modo que no entorpecieran la entrada arrolladora de la luz. Por fuera del edificio debieron poner unos enormes arbotantes, o arcos que compensaban la fuerza centrífuga que el techo ejercía sobre las columnas y paredes. El sorprendente resultado es una enorme construcción que no parece sostenida sobre nada, en que la luz inunda el espacio sin dejar rincón oscuro, y que se conoce como el primer ejemplar de la arquitectura gótica. En efecto, la abadía de Saint-Denis habría de ser el modelo para las grandes catedrales góticas de los siguientes trescientos años, y el Abad Suger habría de ser recordado no sólo como su precursor e inventor, sino como su padre, en sentido religioso, pues es el que había logrado concordar los principios de la arquitectura con los de la teología, haciendo de las catedrales góticas no sólo edificios sorprendentes, sino literalmente tratados de teología en tres dimensiones.
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