Francisco de Goya

Mié, 30/03/2011 - 00:00
Las etapas y corrientes de la historia del arte son categorías que los críticos idean, siempre después, a veces siglos después, con fines más veces didácticos que críticos, pues más que explic
Las etapas y corrientes de la historia del arte son categorías que los críticos idean, siempre después, a veces siglos después, con fines más veces didácticos que críticos, pues más que explicar por qué un pintor es único, explican por qué no lo es, acentuando su similitud con otros pintores de su misma escuela o país. Tales categorías, por tanto, están destinadas a dejar a varios pintores por fuera, pintores cuyas obras, nacidas de preocupaciones y aprendizajes personales, no cumplen los requisitos de una u otra generalización. Uno de los casos más famosos de estos pintores incatalogables es sin duda Francisco de Goya, que nació demasiado tarde para ser el broche de oro de la tradición clasicista y demasiado temprano para ser el precursor de los románticos. Pero en realidad –y ese es todo el punto–, no son las fechas de nacimiento las que determinan el papel de un artista en su tiempo (en efecto hay clasicistas que nacieron después y románticos que nacieron antes), sino lo que quiso y pudo hacer con lo que tenía más o menos a la mano. Goya, como los pintores románticos que lo sucedieron, quiso romper con la tradición clasicista permitiéndose una libertad total de temas y motivos. Es fácil cometer en este punto el error de pensar que el clasicismo imponía por tanto más ataduras al pintor, limitando las posibilidades de la expresión, y que en ese sentido la historia del arte es la historia de liberación de unos yugos injustificables impuestos por la ignorancia o intolerancia de épocas pretéritas. La historia del arte no tiene dirección alguna, y mucho menos hacia un estado de cosas mejor. Las tendencias artísticas no imponen trabas gratuitas sino limitaciones que en vez de truncarla, potencian la imaginación de los pintores. En ese sentido, los artistas de todas las épocas han sido igualmente libres e igualmente esclavos de su tiempo, y lo que cambia no son los grados de libertad sino el tipo de limitaciones. Goya, entonces, decidió dejar de lado las ataduras del clasicismo con las que Jacques-Louis David, por ejemplo, había logrado hacer obras enormemente creativas, hábiles e inesperadas. La que más le molestaba era la restricción de los temas, que en el clasicismo debían limitarse a temas bíblicos, históricos o de genre, es decir temas preestablecidos por la tradición, como los retratos familiares y personales y las naturalezas muertas, a los que se les llama en francés por distinguirlos de los modernos temas de género, que se refieren a las relaciones de poder entre los hombres y las mujeres. Goya, en cambio, quería usar temas nuevos, sacados de imágenes propias, de sueños o de fantasías, como en efecto lo hizo con grabados como El gigante y El sueño de la razón produce monstruos, y con cuadros como Majas en el balcón, con el que involuntariamente habría de inaugurar un genre nuevo, como lo muestra El balcón, de Manet, pintado cincuenta años después. Por lo general, estos son los cuadros que hicieron de Goya un pintor adelantado de su propio tiempo, y un relativo padre del romanticismo, aún por venir. Sin embargo, así como dejó de lado ciertos principios de la composición clasicista, también mantuvo otros tantos, a los que se mantuvo fiel, sumando a su desarrollo y no a su desaparición. Goya vivió el largo y trágico período de la ocupación napoleónica de España, sobre la cual pintó una larga serie de cuadros de espíritu nacionalista, aunque no a nombre del gobierno sino de la gente. El más famoso de ellos es el Fusilamiento del tres de mayo, en que un pelotón francés le apunta a un grupo de revoltosos apresados, algunos de los cuales ya han sido muertos a golpes. Sus caras adoloridas, sus expresiones de asombro y desolación, en contraste con la masa gris y compacta de los soldados, le dan al cuadro un tono de una crudeza impensable cincuenta años antes, y sin embargo en él se esconden varias técnicas desarrolladas al estilo clasicista, que nos hacen pensar, por ejemplo, en El juramento de los Horacios, del ya mencionado Jacques-Louis David, en el que el uso de la perspectiva, aunque Goya la quita del centro del cuadro, es esencialmente la misma, recurso clasicista del que los románticos propiamente dichos, como William Blake, habrían de deshacerse del todo, buscando regresar a la simpleza de las superposiciones de planos del arte medieval. Clasicismo y romanticismo, en fin, son dos categorías que poco ayudan a explicar el arte del pintor español que según muchos ha sido de todos el que encontró con más éxito el equilibrio entre los lenguajes pictóricos de su época, entre el arte oficial avalado por la Corona y el arte popular avalado por la gente, entre el patriotismo y el patrioterismo, como diría Cortázar, y entre el difícil punto medio entre una obra comprensible, atractiva y sugestiva para sus contemporáneos, doctos o legos, y una obra única, incatalogable y personal, que es finalmente la tarea de todo artista en todo período histórico.
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