Casi doscientos años antes del nacimiento de Gregorio X, allá por el año mil, las Iglesias Católicas de Oriente y de Occidente se habían separado definitivamente, después de que los Papas de ambas se excomulgaran mutuamente. Ahí nacieron las actuales Iglesia Romana y la Iglesia Ortodoxa, momento que se conoce como el Gran Cisma. La causa aparente de la disputa era la introducción de la cláusula filioque en el Credo niceno, que implicaba que el Espíritu Santo era hijo no sólo del Padre, sino del Hijo también, es decir de Jesucristo, idea que los Ortodoxos encontraban altamente hereje. Pero a los Romanos les gustaba, y no pudieron llegar a un acuerdo.
Por otra parte, también desde el siglo XI, Europa venía empecinada en quitarle la Tierra Santa a los herejes bizantinos, intención de la cual dos cruzadas del todo frustradas y costosas no fueron suficientes para desmotivar a los sedientos europeos, en gran parte porque un golpe de suerte, en el año 1204, les valió la toma de Constantinopla por unos cuantos meses. Pero el Imperio Bizantino era bastante más fuerte y organizado que las efímeras uniones de las débiles naciones europeas.
Es así que cuando Gregorio X fue elegido sumo pontífice, después de un año de elecciones en que el puesto había quedado vacante y la fe de los europeos empezaba a flaquear, su tarea principal fue la de resolver los problemas con Oriente, tanto los teológicos como los territoriales. No podía, por supuesto, cederlo todo, y así es que Gregorio estableció sus prioridades. Ganarle al Imperio Bizantino suponía una guerra larga y costosa tanto en vidas como en bienes, y para la cual no había ninguna certeza de victoria. Hacerle la guerra a la Iglesia Ortodoxa, en cambio, era gratis, pues requería exclusivamente aferrarse a la importancia de la cláusula filioque. Entonces, como buen Papa medieval, Gregorio hizo exactamente lo contrario de lo que indicaba el sentido común.
Al cuarto día de su mandato convocó el II Concilio de Lyon, reunión costosísima de obispos y prelados de toda Europa a la que se invitó a un comité de la Iglesia Ortodoxa griega para tratar de unificar las Iglesias, lo cual era el primer objetivo del concilio. El segundo, por consiguiente, era la organización de los ejércitos de los reinos de Europa para instaurar una nueva cruzada y tomar poder de Tierra Santa de una vez por todas. El tercer objetivo, no menos urgente, era el de ponerse de acuerdo al respecto de los diseños y colores de las sotanas de todos los sacerdotes, tema que venía causándoles inimaginables molestias –no alcanzo a imaginar por qué- desde hacía rato.
La cruzada, por supuesto, fracasó, y como todos sabemos, la Iglesia Ortodoxa sigue siendo una Iglesia aparte, de modo que el concilio tampoco tuvo memorables resultados. Sin embargo, Gregorio X, canonizado en el siglo XVIII, es uno de los Papas más importantes de la historia y no es por su colección otoño-invierno de sotanas, sino porque ese intento monumental y no poco astuto de unificar nuevamente la Iglesia a la vez que se le hace la guerra a sus acólitos, marcó una larga actitud de la Iglesia hacia el Oriente que aunque no es la más tolerante de todas, sí es un avance considerable respecto de lo que había, y que sin duda le ahorró a la historia varios siglos de intensa pelea.
Gregorio X
Jue, 10/01/2013 - 04:26
Casi doscientos años antes del nacimiento de Gregorio X, allá por el año mil, las Iglesias Católicas de Oriente y de Occidente se habían separado definitivamente, después de que los Papas de amb