Pierre-Auguste Renoir

Dom, 24/02/2013 - 00:00
Renoir, según dicen los que lo conocieron, fue un hombre muy feliz, tal vez porque fue un hombre sencillo. Desde que llegó a París, mucho antes de ser famoso, los pintores que lo conocían se burla
Renoir, según dicen los que lo conocieron, fue un hombre muy feliz, tal vez porque fue un hombre sencillo. Desde que llegó a París, mucho antes de ser famoso, los pintores que lo conocían se burlaban benévolamente de él diciendo que, como un niño chiquito, Renoir se emocionaba profundamente de tener pinturas aunque no tuviera en mente nada que pintar. Pero en esa época en que los óleos eran aún naturales, muy caros, y duraban poco, tener varias pinturas a disposición era un modesto lujo, al que Renoir no siempre pudo acceder. Por eso, en una ocasión en que se encontraba en la riba del Sena pintando, en los revoltosos años de la comuna de París, unos communards lo creyeron un espía, y amenazaron con tirarlo al río. Renoir respondió que si le tiraban las pinturas él se tiraba detrás, ahorrándoles el trabajo de lanzarlo. Los communards siguieron de largo. En efecto, por esas épocas Renoir estaba recién llegado a París y muchas veces no tenía con qué comprar pinturas, lo que, como ya sabemos, lo deprimía sensiblemente. Pero en 1874, a través de la amistad con algunos de los futuros padres el impresionismo, como Sisley y Monet, Renoir pudo exponer seis lienzos en la Primera Exhibición Impresionista, que fue la que lanzó a la fama al movimiento y a todos sus participantes. Y como la felicidad de Renoir puede reducirse a la cantidad de pinturas que podía comprar, no es exagerado decir que de ahí en adelante vivió siempre dichoso. Esa fácil satisfacción, producto de pedirle tan poco a la vida, puede verse como una simpleza risible, pero en realidad es uno de sus rasgos más admirables, y además uno de los rasgos más visibles en su pintura. Renoir fue un impresionista de tiempo completo, y sin embargo hay algo en sus cuadros que lo distancia de los demás precursores de esa nueva forma de pintar la luz. Un excelente ejemplo es su representación de La Grenouillère un pequeño puerto parisino que Renoir pintó fue a pintar junto con Monet. Las dos versiones son, a primera vista, similares, en cuanto a la representación de la luz, hecha, como se sabe, con pequeños trazos y no con líneas. Pero el cuadro de Renoir, aunque tal vez menos exacto, tiene una especie de aura acogedora, de invitación mágica, como si Renoir estuviera pintando el lugar conocido y amado desde la infancia. Monet, un poco envidioso, le preguntó cómo había hecho para recrear ese ambiente, y Renoir le respondió que en el agua, además de pintar los reflejos de las olas, también había pintado los reflejos de las hojitas del árbol que cuelga sobre el agua. Monet, que claramente también había pintado el reflejo de las hojitas, puso cara de sorpresa y no insistió más. La Grenouillèr. Después de un largo viaje por Italia en que Renoir conoció los frescos de Rafael y a Wagner en persona, de quien hizo un retrato en media hora, volvió a París lleno de nuevas ideas para sus cuadros. Sin embargo, los síntomas de la artritis empezaron a salir, obligándolo a viajar al sur de Francia en busca de mejores aires. Pero la artritis siguió aumentando, y aunque muy pronto lo redujo a un estado que le hubiera impedido pintar a cualquiera, Renoir siguió, amarrándose el pincel a los dedos tiesos, primero, y luego directamente a la muñeca, ya condenado a una silla de ruedas y con medio cuerpo paralizado. Los recuentos de sus amigos de esa época siempre terminan en el asombro que les causaba ver a Renoir trabajando todo el día, como si no sufriera de enfermedad alguna. Ya condenado a la cama, en un gesto que parecía más una burla, por lo romántico, Renoir pidió un lápiz para hacer un dibujito que se le acababa de ocurrir, y mientras su esposa iba a traerlo, murió. Muchas veces, después del episodio de Monet, los pintores le preguntaron a Renoir el secreto de los ambientes de sus cuadros, pero él, con esa infantil sencillez que jamás lo abandonó, y esa fantasía mary poppinesca no desprovista de ironía, respondía invariablemente: “A mí me gustan los cuadros que me producen ganas de meterme en ellos a pasear, si son paisajes, o de acariciarlos, si son mujeres”. Nada más.
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