Alejandro Toro

Conferencista y defensor de derechos humanos en Colombia. En la actualidad Representante a la Cámara del departamento de Antioquia por el Pacto Histórico, período 2022-2026. ​​​​

Alejandro Toro

URIBE Y AL CAPONE, ¿VIDAS PARALELAS?

El 28 de junio de 2025 será recordado no solo por marcar un juicio histórico, sino por dejar al desnudo las ironías del poder impune. Así como Al Capone, el temido mafioso de Chicago que terminó en prisión no por los crímenes atroces que lo hicieron leyenda, sino por evasión de impuestos, Álvaro Uribe Vélez fue hallado culpable no por los hechos más graves que lo han rodeado durante décadas, sino por soborno a testigos en actuación penal y fraude procesal. 

Siguen sin resolverse las denuncias sobre la masacre de El Aro, la creación de grupos paramilitares en la Hacienda Guacharacas, la compra de congresistas para su reelección, los directores del DAS investigados y condenados, así como las chuzadas a magistrados de las altas cortes, periodistas como Daniel Coronell e incluso al presidente Gustavo Petro. Sin embargo, como ocurrió con Al Capone, estos hechos, aunque no juzgados crearon el ambiente que permitió su caída. Aun así, miles de víctimas siguen esperando una respuesta a la pregunta más temida ¿Quién dio la orden de cometer esas atrocidades, esos crímenes de lesa humanidad que aún claman justicia? La justicia, aunque tardía y fragmentaria, ha dado un paso y Colombia al fin ha comenzado a escribir una página distinta en su historia.

Ese paso fue posible gracias al fallo proferido por la jueza Sandra Liliana Heredia, quien, después de años de presuntas dilaciones procesales, maniobras mediáticas y blindajes institucionales, declaró culpable a el expresidente Álvaro Uribe Vélez por los delitos de soborno a testigos en actuación penal y fraude procesal, al encontrar mérito suficiente en las pruebas recolectadas en su contra. El camino hasta este punto ha sido largo y plagado de obstáculos impuestos en gran parte por actores del sistema judicial que, en lugar de proteger la legalidad, operaron para neutralizarla.

La juez Heredia reconoció la procedencia y validez de más de 90 testimonios, además de pruebas documentales, interceptaciones legales y argumentos jurídicos sólidos que permitieron sustentar la hipótesis de que Uribe promovió una red para manipular testigos, entre ellos ex paramilitares, con el fin de cambiar su versión y favorecer sus intereses personales, deslegitimando a su contradictor, el senador Iván Cepeda.

Este proceso tuvo un inicio ejemplar en la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia, bajo la magistratura del juez César Augusto Reyes Medina, quien en 2018 abrió la investigación al encontrar indicios serios de que Uribe no era víctima, sino promotor de las gestiones ilegales sobre testigos privados de la libertad. Fue esta misma Sala quien ordenó la detención domiciliaria del expresidente. Esa decisión, sustentada y firme ocasiono la renuncia de Álvaro Uribe al Senado de la República, con lo cual dejó de estar bajo la jurisdicción de la Corte Suprema y pasó a la Fiscalía General, toda una jugada por parte del entonces mandatario. 

Allí comenzó una etapa oscura del proceso, pues el expediente fue asignado al fiscal delegado ante la Corte Suprema, Gabriel Ramón Jaimes, quien solicitó la preclusión del proceso con el argumento de que no existía conducta punible, su solicitud fue ampliamente cuestionada, no solo por defensores de derechos humanos, sino por expertos jurídicos y exfiscales, al considerar que Jaimes omitió, minimizó pruebas clave del expediente, incluyendo interceptaciones, contradicciones de testigos claves. 

La actuación del fiscal Gabriel Jaimes fue denigrante, pues lejos de comportarse como un funcionario imparcial al servicio de la justicia, parecía el abogado personal de Álvaro Uribe Vélez. Su solicitud de preclusión posiblemente fue más que una pieza de oratoria política disfrazada de argumento jurídico, toda vez que ignoró las pruebas contra Uribe ¿La razón? Todo apunta a que Jaimes, con evidentes vínculos ideológicos con el uribismo, estaba más interesado en cerrar el caso que en buscar la verdad. 

Pero lo de Jaimes no fue un caso aislado. La Fiscalía lejos de corregir el rumbo, actuó como un verdadero muro de contención en favor del acusado. En 2022, la jueza Carmen Helena Ortiz frustró su intento de preclusión y dejó en claro que existían méritos suficientes para continuar el proceso, concluyendo que los hechos encajaban en los delitos de soborno a testigos y fraude procesal. Aun así, la Fiscalía no se detuvo, cambió de rostro, pero no de estrategia.

Entró en escena el fiscal Javier Cárdenas, quien no solo replicó los argumentos ya desgastados de Gabriel Jaimes, sino que asumió el caso con una actitud que en apariencia no distaba mucho de la pasividad de su antecesor. A pesar de contar con los elementos materiales probatorios suficientes para formular acusación, optó presuntamente de manera deliberada por volver a solicitar la preclusión del caso.

En este caso, la conclusión es clara, no solo puso a prueba a la justicia, sino a la democracia misma. Cuando un expresidente logra dilatar su proceso durante años, entre silencios cómplices, maniobras dilatorias y manos amigas dentro del sistema judicial, lo que está en juego no es solo un nombre, sino la credibilidad de todo un país, la ciudadanía merece justicia, no complicidades disfrazadas de formalismos, merece fiscales íntegros y jueces que fallen en derecho. 

Ahora bien, si esos silencios no fueron simples negligencias, sino parte de un presunto cálculo deliberado, estaríamos ante algo mucho más grave, un posible prevaricato, tal y como quedo evidenciado con el sentido del fallo emitido por la jueza Sandra Liliana Heredia, quien dejó que Álvaro Uribe Vélez es culpable. 

Es aquí donde la historia da un giro simbólicamente demoledor, al igual que Al Capone, Uribe no cayó por los crímenes que más estremecen la memoria del país, masacres, paramilitarismo, espionaje ilegal, sino por el intento desesperado de encubrirlos manipulando la justicia. No fue la sangre derramada, sino la trampa jurídica lo que lo tumbó. Ambos casos revelan que cuando la impunidad se normaliza, basta una grieta, aunque sea menor para que se desate el derrumbe. 

El juicio a Uribe no cierra todas las heridas, pero por primera vez lanza un mensaje contundente, el poder no es sinónimo de inmunidad y aunque la justicia llegó de forma tardía, llegó. Lo que hoy se abre es una compuerta peligrosa para quienes se creían intocables, ojalá este fallo no sea un capítulo aislado, sino la llave maestra que destape los demás expedientes que aún hoy enlodan el nombre de Álvaro Uribe Vélez. Porque si cayó por esto, ¿qué pasará cuando llegue la hora de responder por todo lo demás? Las victimas merecen respuestas.

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