Ricardo Palma

Lun, 07/02/2011 - 04:21
En todos los países de América Latina, las guerras de Independencia dieron paso a libros, casi siempre intransitables, que hoy llamamos de fundación nacional, pues su papel principal fue el de aglo
En todos los países de América Latina, las guerras de Independencia dieron paso a libros, casi siempre intransitables, que hoy llamamos de fundación nacional, pues su papel principal fue el de aglomerar la gente alrededor de una idea, por vaga que fuera, de nación. En algunos de esos países se cayó rápidamente en la cuenta de que las naciones, en manos de los próceres, habían sido fundadas tan mal, tan a los trancazos, tan conformándose con cualquier cosa, que era necesario fundarlas nuevamente, con libros menos pomposos y de ser posible, mejor escritos. En el Perú tal fue la ocupación del escritor Ricardo Palma. Aunque de joven incursionó en política, muy pronto supo abandonarla para dedicar sus energías a la literatura, oficio que inauguró escribiendo poemas al modo romántico que fueron apareciendo sueltos en revistas. Con paciencia monacal, Palma iba compilando y dando forma a sus observaciones de sus compatriotas y sus tradiciones, prefiriendo las que realmente practicaban a las que se suponía que debían practicar según unos cuantos criollos. Ni siquiera el incendio total de su casa, incluida su biblioteca, logró desmotivarlo, y Palma fue de puerta en puerta pidiendo que le obsequiaran los libros relegados al olvido que existen en cualquier casa. Por esa época lo llamaban el Bibliotecario mendigo, aunque ya era el director de la Biblioteca Nacional. Tampoco lo hizo el naufragio de un barco en el que trabajó un tiempo, del que lo salvó un marinero admirador que finalmente habría de convertirse en uno de los personajes de sus relatos. Unos años después, Palma dio a la imprenta sus Tradiciones peruanas, compilación de breves textos admirablemente escritos, en los que daba cuenta de sus largas observaciones y lecturas acerca de la gente del Perú. Ellos también están escritos a la manera romántica, lo que dio pie para años de debates, críticas y acusaciones por parte de los intelectuales más jóvenes, vendidos al dudoso modernismo. Por suerte hoy ya nadie lee pensando en ismos, ni habiendo jurado fidelidad a una o a otra moda pasajera, y todos pueden disfrutar de este libro, cuya modestia y sencillez, no su calidad, impiden calificar de magnífico, ya que carece del tipo de magnificencia rimbombante que ese adjetivo insinúa. La palabra realmente adecuada para ese libro es sencillífico, y también para el noble y cuidadoso hombre que lo redactó.
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