El discurso divisionista del presidente Trump ha movilizado millones de votos pero también le plantea a las minorías el desafío de construir una visión conjunta del país.
El presidente Donald Trump ya no usa tanto su podio para hablar del muro que hace cuatro años prometió erigir a lo largo de la frontera sur. No está prometiendo proteger a ciudadanos y ciudadanas estadounidenses de hordas de violadores entrando sin autorización al país desde México.
En esta campaña electoral, Trump lo usa para advertir a las mujeres blancas de los suburbios que solo él puede protegerlas de los negros pobres que quieren mudarse cerca de su casa. Enfoca su ira contra los jóvenes que se han volcado a la calle en las principales ciudades del país para protestar contra el racismo inherente en aparatos de seguridad pública que día sí, día no, matan a otro afroamericano desarmado.
Pero, en esencia, la propuesta del presidente Trump a sus más fieles seguidores no ha cambiado desde 2016: está prometiendo protegerlos del cambio demográfico que amenaza el poder que detentan los blancos desde el nacimiento de la nación. El enemigo es hispano o negro, musulmán. Da igual. El enemigo es el futuro mismo, ese momento en unos 25 años cuando grupos “minoritarios” sumarán más de la mitad de la población de Estados Unidos.
La división del mundo que propone el presidente entre un “nosotros” blanco y un “ellos” de color ha sido efectiva para movilizar decenas de millones de votos. Sin embargo, no es del todo convincente porque fuera de las pesadillas de los seguidores de Trump, esa coalición de color que tanto temen no existe.
La estrategia del presidente plantea, de hecho, una pregunta crucial para las comunidades negras e hispanas: ¿Existe el espacio común para construir una visión conjunta de nación? ¿Puede emerger una alianza de los oprimidos? Lo que queda claro es que esa coalición no se va a construir sola.
Las comunidades de color comparten una historia de opresión. La esclavitud marcó la experiencia afroamericana en forma única, sin duda. Pero desde la Ley de Exclusión de los Chinos de 1882 hasta el esfuerzo de Trump para cerrar la puerta a personas provenientes del mundo islámico, pasando por la Gran Depresión, cuando los presidentes Hoover y Roosevelt se dedicaron a echar a cualquier hijo de vecino que pareciera mexicano, sucesivos gobiernos han dejado claro que las personas de color, en general, no son parte de “nosotros, el pueblo.”
Hoy, latinos y negros tienen en común barreras erigidas para frenar su avance: distritos electorales atiborrados de “minorías” para reducir su peso en distritos vecinos y diluir su influencia en el congreso, cortes que desmantelan protecciones legales establecidas hace décadas para garantizar sus derechos políticos, urnas que desaparecen de sus barrios, requisitos onerosos para ejercer su derecho al voto.
Un montón de latinas y latinos se han volcado a la calle en apoyo al movimiento contra la violencia policial dirigida hacia los afroamericanos. En una encuesta realizada por Telemundo y BuzzFeed este verano, más de la mitad de los jóvenes latinos, entre 18 y 34 años, dijeron que habían participado en las protestas urbanas provocadas por la muerte de George Floyd a manos de la policía.
Pero a pesar de esta aparente comunidad de intereses, la idea de una coalición entre las comunidades de color más vulnerables parece un tanto fantasiosa.
Solo entendí el inmenso poder de la identidad tribal en el proyecto estadounidense cuando llegué a vivir a Los Ángeles hace poco más de 20 años. Había vivido la mayor parte de mi vida fuera del país. Aunque entendía la ubiquidad del racismo, en Los Ángeles me di cuenta de su capacidad para moldear instituciones y determinar comportamientos. En Estados Unidos el racismo define y limita dónde puedes vivir o ir a la escuela, cómo te relacionas con las autoridades y qué acceso tienes a los beneficios de la ciudadanía.
También comprendí que su huella es más complicada de lo que sugiere la imagen convencional de un conflicto binario entre blancos y negros. En Los Ángeles abunda la hostilidad racial entre personas que podrían haberse considerado unidas contra un opresor común. Existía entre latinos y negros. A pesar de muchas experiencias y creencias compartidas, los mexicanos peleaban con los salvadoreños por territorio como acérrimos enemigos.
La idea misma de una comunidad hispana con intereses comunes es en sí una idea aventurada. Más que una comunidad, es un invento de la burocracia estadounidense, una caja en la cual colocar a la gente que llega del sur del Río Bravo. Compartimos el español y la experiencia de la Colonia, pero nuestra historia reciente y nuestras posiciones políticas, con frecuencia son muy diferentes.
Mientras los afroamericanos prefieren a Joe Biden por márgenes abrumadores, casi tres de cada diez latinos prefieren al presidente Trump, según encuestas del Pew Research Center en 2018 y 2019. En Florida, donde los hispanos son predominantemente cubanoamericanos cuyas preferencias políticas emergen de su repudio al régimen de Fidel Castro, 43 por ciento dijo preferir a Trump en una encuesta este mes por Bendixen & Amandi, contra 49 por ciento a favor de Biden.
Hablando ante una convención hispana durante la campaña electoral de 2007, Barack Obama citó un telegrama en que Martin Luther King le dice a Cesar Chávez que los negros y los latinos son “hermanos en la lucha por la igualdad”. A lo mejor. Cuando deben compartir espacios, con frecuencia se consideran competidores por los escasos recursos económicos, políticos y sociales.
Las tensiones entre negros e hispanos se han extendido conforme la población hispana se ha expandido y formado una nueva división étnica en el mapa nacional, con nuevos conjuntos de ganadores y perdedores relativos en la zona.
Compton, una ciudad engullida por la mancha urbana de la zona metropolitana de Los Ángeles, ofrece una anécdota reveladora. Hace no mucho tiempo, la ciudad era blanca. Hasta los años cincuenta, los negros no podían residir dentro de sus límites.
Cuando la Corte Suprema determinó en 1948 que eran ilegales las cláusulas contractuales que prohibían vender casas a los negros, los blancos se fueron. Para 1970, Compton era la primera ciudad al oeste del Río Misisipi en ser gobernada y administrada por negros.
Sin embargo, la composición racial ha seguido cambiando. Para el año 2000, cuando llegué a Los Ángeles, la mayoría de la población de Compton era hispana. La nueva mezcla produjo una variedad de tensiones que desmiente la creencia en una fraternidad de los desposeídos.
Los latinos de Compton protestaron contra un decreto que prohibía los camiones de tacos. Se quejaban de que el alcalde y todos los miembros del consejo municipal eran negros, de que los afroamericanos controlaban las escuelas, la cámara de comercio local y la maquinaria del Partido Demócrata.
En 1990, organizaciones hispanas se quejaron de que solo había 46 maestros bilingües certificados en las escuelas públicas de Compton para servir a más de 8000 niños que hablaban poco o nada de inglés —inmigrantes recientes, principalmente, cuyos padres tampoco lo hablaban—.
Los líderes afroamericanos no simpatizaron con los reclamos. “No me importa el problema del idioma. Estamos en Estados Unidos”, dijo John Steward, un miembro de la junta escolar. “Que una persona no hable inglés no es razón para brindarle recursos excepcionales con dinero público”.
La politóloga Claudine Gay sostiene que la inseguridad económica de los negros les complica establecer una relación armoniosa con los hispanos: “En entornos donde los latinos tienen una ventaja económica sobre sus vecinos negros, estos son más propensos a albergar estereotipos negativos sobre ellos, más reacios a extenderles los beneficios públicos de los que disfrutan y más propensos a percibir que los intereses económicos y políticos de negros y latinos son incompatibles”.
Sobreponerse a esta desconfianza requiere, sin duda, de liderazgo. Pero la perspectiva de una alianza entre negros y latinos requiere también de un proyecto político: ¿para qué?
A pesar de la hostilidad racial de Trump y sus huestes, no creo que el objetivo deba ser construir una nueva mayoría que busque la revancha histórica. Lo que a este país más le hace falta es una solidaridad amplia, que no esté circunscrita por fronteras étnico-raciales.
El demógrafo y urbanista Dowell Myers plantea que es posible construir un discurso que trascienda las barreras de raza a través de estrategias de mutuo beneficio. El cambio demográfico que aterra a tantos seguidores de Trump también ofrece oportunidades de acercamiento. En particular, el abultado contingente de futuros jubilados blancos dependerá de una economía sustentada por trabajadores de color.
Una alianza entre latinos y afroamericanos tiene que entenderse, en mi opinión, como parte de un proyecto mayor de construcción de una nación incluyente. Eso requiere no solo vencer la desconfianza que existe entre grupos minoritarios, requiere construir empatía. Sin ella, los ciudadanos de este país nunca lograrán construir la mancomunidad que necesita, y seguirá siendo algo menos que una nación de todos.