Aquel olvidado acto sacrílego

El 23 de mayo de 1989, tres hombres procedentes de la lejana provincia de Hunan, lanzaron huevos llenos de pintura sobre el gran retrato de Mao Tsetung que mira desde lo alto de la puerta de entrada a la Ciudad Prohibida hacia la inmensa explanada de la plaza de Tiananmen, en el centro de Pekín. Yo lo vi, estaba allí y creo recordar que fue después del mediodía.

Inmediatamente los tres fueron rodeados por los jóvenes encargados de mantener el orden en la plaza, durante las protestas que tuvieron lugar en la capital china, en la primavera de aquel año, y que concluyeron en la tragedia que todos conocen como “matanza de Tiananmen”. Los tres iconoclastas fueron llevados hasta la tienda de campaña en el centro de la plaza, en donde se encontraban los líderes del movimiento estudiantil; y luego, fueron entregados por éstos a la policía. Una cuadrilla de obreros se apresuró a cubrir el retrato embadurnado del Gran Timonel, que a las pocas horas fue reemplazado por el que todavía sigue ahí.

Siempre me he preguntado qué suerte corrieron los protagonistas anónimos de las protestas de aquellos días; que no fueron únicamente estudiantiles. El pueblo llano, la gente del común, se unió al descontento y a los reclamos de los estudiantes contra el gobierno chino a partir del 20 de mayo, cuando las autoridades decretaron la ley marcial, con el ánimo de acabar con las manifestaciones en su contra. Los rostros y los nombres de los dirigentes estudiantiles se divulgaron con profusión, y es fácil conocer cuáles fueron sus destinos. 

Nadie sabe nada, sin embargo, de los miles de personajes anónimos que, como aquellos tres, protagonizaron gestos heroicos, generosos o desesperados durante las seis semanas que hicieron tambalear a la gerontocracia china, encabezada por Deng Xiaoping. Desde el dueño de restaurante que llevó comida a los estudiantes, a la enfermera que se ocupó de sus debilitados cuerpos tras la huelga de hambre o el obrero que quemó, con un encendedor en el tanque de gasolina, un carro de combate. Todos fueron calificados de matones por las autoridades, y muchos pagaron su osadía con años de cárcel o con un tiro en la nuca.

El mundo solo conoce al hombre que el 5 de junio, en la avenida Changan, se plantó frente a una columna de carros de combate, y fue inmortalizado por cuatro reporteros de medios internacionales como uno de los íconos del siglo XX. El tank-man cuya identidad y destino aún hoy son motivo de especulación. Pero de aquel que perdió su restaurante por su gesto de generosidad hacia los estudiantes o de quien padeció tortura o muerte por la “destrucción de una propiedad del Estado” o por exhibir en su ventana una pancarta contra el gobierno, de ésos, nadie sabe nada.

Ahora, gracias a un magnífico libro del poeta chino Liao Yiwu, hoy en el exilio, finalmente he conocido la suerte que corrieron los “tres matones” de Hunan. Lu Decheng huyó por la frontera de Tailandia, Yu Dongyue enloqueció; y Yu Zhijian, un maestro de escuela que aún vive hoy bajo vigilancia policial, contó su experiencia y la de sus compañeros en este libro, Bullets and Opium. Los tres purgaron entre ocho y diecisiete años de cárcel en el infierno de una prisión china y trabajando en régimen de semiesclavitud.

Liao Yiwu se dedicó durante años a recolectar unos testimonios estremecedores, dolorosos, y que reflejan la cara oculta de la potencia a la que hoy el mundo rinde pleitesía por su poderío político y económico. Cuenta el destino que tuvieron los tres “matones de Hunan” y otros que, como ellos, desafiaron el inmenso poder del Partido Comunista chino.

La China de hoy se forjó en la Plaza de Tiananmen y en las calles del Pekín de aquellos días, y Bullets and Opium es la historia de cómo ocurrió todo y de cómo la élite de las mejores universidades, generalmente de familias privilegiadas, no supo calibrar el apoyo que en su momento tuvo de la clase trabajadora y de los campesinos. Y de cómo éstos vivieron la peor parte de la represión y fueron tratados con más brutalidad en la cárcel por su condición social más baja.

La lectura de este libro me recordó las reflexiones de un gran colega de aquellos tiempos hoy desaparecido, Tiziano Terzani: “Hay un aspecto de este extraño oficio de cronista que no deja de fascinarme y, al mismo tiempo, de inquietarme: los hechos que no se registran dejan de existir. ¡Cuántas matanzas…, cuántas naves se hunden, cuánta gente es perseguida, torturada y muerta! Y si no hay quien obtenga un testimonio, saque una foto, deje las huellas en un libro, es como si las cosas no hubiesen ocurrido. Sufrimientos sin consecuencia y sin historia”.

Es así. Y justamente por eso, solo cuando en este oficio se es consciente de que se cuenta lo ocurrido, por más insignificante que parezca, se habrá dejado una semilla en el terreno de la memoria.

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