Diego Salazar

El año en que no salimos a comer

CIUDAD DE MÉXICO — Hace un par de semanas, mi esposa y yo hicimos algo que no habíamos hecho en un año: nos comimos unos tacos nocturnos de Los Juanes, nuestro puesto callejero favorito. Es un puesto de barrio pequeño y famoso, que dirigen tres jóvenes y un hombre mayor de nombre Juan, en una esquina mal iluminada a tres calles de nuestro apartamento. Lo encontré la primera vez que nos mudamos a la Ciudad de México desde Lima, Perú, a principios de 2019.

Aunque mi actividad principal ya no es escribir sobre comida, todavía suelo dedicar mucho tiempo “a la investigación”, lo cual por lo general significa comer y beber en restaurantes, bares, puestos y todo lo que pueda encontrarse entre esas definiciones. Hasta 2019, mi investigación me llevó por todo el mundo: desde viñedos al lado de los Andes en Mendoza, Argentina, hasta mercados callejeros abarrotados en Singapur, restaurantes con estrellas Michelin en el País Vasco y fragantes cuevas donde se maduran los quesos en Melbourne y Adelaida, Australia. Comí en compañía de chefs de todo el mundo, amigos e, igual de importante, de otros comensales; las comidas eran memorables no solo por su cordialidad, sino por su creatividad.

Mi experiencia fue extrema, pero distaba de ser el único con una obsesión por los restaurantes. Para aquellos de nosotros que devoramos el programa de Netflix “Chef’s Table” o que solíamos organizar las vacaciones en torno a las reservaciones para cenar, los restaurantes se han convertido en nuestra principal actividad cultural: nuestro cine, parque de atracciones y convención de cómics al mismo tiempo. También era nuestro medio para vincularnos: siempre viví en centros urbanos compactos y, aun cuando no estaba trabajando, los restaurantes y los bares eran mi punto de encuentro, mi oficina, mi sala.

Luego en noviembre de 2019, me enfermé. Pasé semanas en el hospital y secuestrado en casa durante tres meses tras ser dado de alta. Los pocos metros entre mi recámara, la cocina y el baño se convirtieron en todo mi universo. En retrospectiva, estaba ensayando para mi año pandémico.

A principios de marzo, cuando comencé a aventurarme poco a poco a las calles para volver a la que pensaba que era mi vida normal, que en mi mente incluía tacos callejeros y largas cenas en restaurantes, la pandemia llegó a México. Mis sueños de una comida interminable de domingo con un grupo numeroso de amigos tomando chilcanos de pisco en mi restaurante peruano favorito quedaron pospuestos.

Desde entonces, ni mi esposa ni yo, como muchos otras personas en el mundo, hemos estado en un restaurante. No he salido de Ciudad de México desde noviembre del año pasado. Nuestra existencia atomizada me pesa. Quiero compartir una botella de vino, no tomármela solo. Quiero indagar con un chef algo extraordinario que descubrí en su platillo, no buscar “ingredientes sustitutos” de recetas que alcanzo a imaginarme.

La vida en casa no era solo penurias, de ninguna manera. La pandemia me devolvió al consuelo de los clásicos. Me sentí tremendamente privilegiado de poder pasar una hora o dos en la cocina cocinando para nosotros casi a diario. La mayoría de los días entre semana preparaba el desayuno, la comida y la cena: enormes tazones de boloñesa con i piselli, de lo cual enviaba frascos a mis amigos. Ají de gallina peruano y lomo saltado. Con el tiempo, desarrollé al menos 20 variantes de risotto. Durante un breve tiempo, el pan de plátano se volvió mi obsesión.

De vez en cuando, a lo largo de estos últimos meses, cuando decidía que iba a preparar algo especial, había pedido un corte de primera de la carnicería del barrio o, por decir algo, champiñones morel de la temporada de una tienda de especialidades, abríamos una botella de vino, cautivados ante la posibilidad de disfrutar una cena elegante. Y luego me daba cuenta de que todavía me faltaba todo eso que alguna vez me hizo amar la comida: la gente que la creaba y la “sobremesa”,esa charla interminable tras el postre, la renuencia a abandonar la mesa, para deleitarse en la experiencia compartida.

Hace poco comencé a aventurarme a la calle a horas del día en las que sé que no hay mucha gente en las calles. Así fue como, una noche, nos encontramos en la esquina de Los Juanes. “Solo para llevar”, decía un pequeño letrero. “El uso de desinfectante de manos es obligatorio”, decía otro letrero más pequeño al lado del primero.

Los Juanes solía estar abarrotado y lleno de bullicio todas las noches de 7:00 p. m. a 4:00 a. m. más o menos. La clientela siempre se componía de una curiosa mezcla: oficinistas, deportistas de gimnasio, turistas y fiesteros.

Sin embargo, ahora que pasamos por ahí, solo había una pareja de comensales, con cubrebocas, que esperaban pacientes.

“¿Por qué no les pedimos su teléfono?”, dijo mi esposa. Unos días después llamé y pedí tacos al pastor y de costilla con queso en tortilla de harina.

Cuando la comida llegó, el aroma se sentía tan extraño y satisfactorio. No había comido esos tacos en un año, y ahí estaban, sobre la barra de la cocina, tacos callejeros —con sus salsas— entregados directo a mi cocina pandémica.

Los comimos con entusiasmo. Estaban deliciosos, por supuesto. Eran un recordatorio lleno de sabor de tiempos pasados. Sin embargo, al mismo tiempo, nos recordaban con un dejo de dolor ese mundo en el que ya no vivíamos. Un mundo en el que podías hacer una escala en un puesto de tacos por la noche para comerte cuatro tacos al pastor, a los que les ponías salsa en tu plato desechable, rodeado de extraños sin pensar en que podrías contraer una enfermedad. Un mundo en el que podías cenar y tomar una botella de vino —o dos o tres— en un restaurante ante una mesa repleta de amigos en lugar de frente a una pantalla de computadora con la pijama puesta.

En ese momento lo entendí. Los tacos de Los Juanes eran fabulosos, pero los grandes tacos, al igual que un gran bistec con champiñones morel y pasta al limón, carecen de sabor si no son la guarnición de una gran charla o un momento compartido con la familia y los amigos.

El otro día, mi esposa y yo nos encontramos a un amigo chef que no habíamos visto en un año, frente a su popular restaurante de mariscos. Se enteró de mi enfermedad antes de la pandemia, de que mi cuarentena había sido más larga que la de la mayoría de la gente. Le había dado COVID dos veces, o al menos eso fue lo que dijo.

Intentó abrazarme. Fue muy doloroso rechazarlo. “Todavía no, carnal”, le dije. Luego, me preguntó cuándo fue la última vez que comí en un restaurante. Mi esposa y yo nos volteamos a ver. “Marzo”, dije con timidez. Él no podía creerlo. “Hagamos una cosa” dijo. “Voy a cerrar el privado para ustedes dos mañana”. Le dije que lo pensaría.

De vuelta a casa, decidimos que todavía no era lo suficientemente seguro como para aceptar la oferta de nuestro amigo. Sin embargo, la decisión de rechazarlo —con reticencia— también tenía otros motivos.

Nuestra próxima vez en un restaurante no sería aislados en una habitación trasera, preocupados por contagiarnos. Nuestra primera vez en un restaurante sería para compartir, reír y beber con un grupo numeroso de amigos, cuando mi enfermedad, y la pandemia, no fueran sino un recuerdo lejano. Todavía no estamos ahí, pero espero con impaciencia ese día.

Por: Diego Salazar / The New York Times

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