El exilio emprendido por el Rey Juan Carlos I, del que escribí aquí mismo hace unos días, ha puesto en el escenario de este drama shakespeariano a unos involuntarios protagonistas, que de momento solo se expresan con mucho silencio y algún gesto más o menos elocuente. El viejo Rey y su hijo, Felipe VI, aparecen como actores principales; pero con los datos aireados por los medios de las razones para esta expatriación, resulta inevitable mirar hacia la figura de la madre del Rey y esposa del Rey Emérito, la Reina Sofía.
La presencia de una “amiga entrañable” de Juan Carlos, cuyas declaraciones dispararon el escándalo que culminó con la salida de España del anterior jefe de Estado, dejan a la Reina madre en una coyuntura tan ingrata que no puede menos que inspirar consideración. Y Doña Sofía, haciendo gala de entereza y aplomo, ha aparecido en las calles de Mallorca, lugar de sus vacaciones de verano desde hace muchos años, igual que ha hecho siempre; aunque, como suele decirse, la procesión vaya por dentro.
Algunos aspectos de esta dolorosa tribulación para la familia real española resultan extraños y hasta desconocidos. El hecho de que un rey emprenda solo el camino del exilio en vida de su esposa no deja de ser una decisión poco corriente. En una de las pocas entrevistas que el Rey Emérito concedió a un escritor, que además pertenecía a la nobleza, calificó a la Reina como “una gran profesional”, cosa que ella no le hizo ninguna gracia.
Don Juan Carlos y Doña Sofía son caracteres muy diferentes. Si él se distingue por la bonhomía y el trato un poco cuartelero que le permitió durante muchos años meterse en el bolsillo a la gente, ella es la imagen de la prudencia y la reflexión. Conozco de primera mano algún gesto de la Reina Emérita que sorprende por su deferencia y amabilidad.
Pero me atrevo a pensar que al margen de la elegante actitud de la Reina en todos estos años, su influencia sobre Juan Carlos I en algunos momentos cruciales de su reinado, fue decisiva. Concretamente durante el dramático intento de golpe de Estado, el 23 de febrero de 1981.
La restauración en España de una monarquía, y el paso de ésta como herencia de la dictadura a una democracia parlamentaria a mediados de la década de los años 70 del siglo pasado, fue un hecho absolutamente excepcional en Europa. Tan excepcional que en Grecia, patria de nacimiento de Sofía, la monarquía acababa de desaparecer.
El golpe que intentaron los militares españoles puso sobre la mesa de Juan Carlos dos opciones. La primera, actuar como Constantino, el hermano de Sofía, que habría supuesto el fin de la monarquía para siempre, y quizá con derramamiento de sangre. Y la segunda, detener la intentona golpista y aceptar la democracia. Escogió la segunda seguramente por el peso de la historia y porque tenía allí al lado a alguien que conocía muy bien lo que era equivocarse en semejante tesitura.
Aun hoy, y seguramente durante muchos años más, algunos cuestionan el papel del Rey Juan Carlos aquel 23 de febrero. Son irreductibles y no voy a ser yo quien les haga cambiar de opinión; pero uno de los historiadores que más y mejor se han ocupado de ese oscuro episodio, Juan Francisco Fuentes, dice a propósito algo que me parece pertinente: “Una ‘verdad’ incompleta, como la versión oficial del 23-F, siempre será mejor que una teoría conspirativa que lo explique todo. La realidad es que nunca podremos saber toda la verdad de un acontecimiento histórico. Si un relato sobre el pasado no deja cabos sueltos podemos tener la seguridad de que es falso.”
A lo mejor entre los cabos sueltos que dejaron aquellas horas inciertas, un día lleguemos a saber cuál fue el papel de la Reina Sofía; y ahí sus conciudadanos tengan un motivo más para agradecer la profesionalidad de la que un día habló su marido, y reconocer cuánto fue útil también para la convivencia de los españoles con su prudencia y su silencio.