Aunque mi vida gira en torno a la educación básica, no puedo ser indiferente a lo que ocurre con la educación superior pública. Porque todo lo que sembramos en la niñez termina en esas aulas universitarias que hoy están en el centro del debate: la reforma a la Ley 30 de 1992.
Se ha dicho que esta reforma es “histórica”, que garantiza más recursos, autonomía y equidad. El Gobierno la vende como un triunfo y los rectores del SUE la celebran como un paso trascendental. Y sí, hay que reconocerlo: el cambio en la fórmula de financiación, pasando de un aumento ligado solo al IPC a uno ajustado a los costos reales, corrige una deuda acumulada por décadas. También es positivo que se incluyan, por primera vez, a las instituciones técnicas y tecnológicas, siempre relegadas a un segundo plano. Estos avances no son menores.
Pero mi espíritu crítico me obliga a hacer preguntas que incomodan: ¿basta con cambiar la fórmula para resolver 30 años de desfinanciamiento? El mismo SUE estima un déficit de 17 billones de pesos. Ese hueco no se tapa con discursos ni con proyecciones optimistas. Y aunque la reforma promete nuevos recursos, lo cierto es que muchas universidades aún dependen en casi un 45% de ingresos propios, lo que las obliga a comportarse más como empresas que como instituciones al servicio del conocimiento.
Otro punto que parece ignorarse es que más recursos no garantizan automáticamente mejor calidad. Si no hay transparencia, si no se fortalece la veeduría ciudadana y si los fondos no llegan de manera equitativa a las regiones, seguiremos viendo universidades con grandes edificios en las capitales, mientras en la periferia los jóvenes deben abandonar sus sueños por falta de oportunidades. El riesgo es que la reforma quede en una promesa bonita en el papel, sin transformar la vida real de los estudiantes.
Sé que detrás de cada cifra hay un rostro. No se trata solo de hablar de PIB, Ices o IPC; se trata de preguntarnos cuántos jóvenes de sectores rurales realmente van a poder acceder a estas universidades, cuántos van a tener apoyo para permanecer y graduarse, y cuántos docentes tendrán condiciones dignas para enseñar. La equidad no se mide solo en millones asignados, sino en vidas transformadas.
Celebro que el Gobierno y el SUE coincidan en fortalecer la educación superior, pero no podemos caer en la complacencia. La reforma es un paso necesario, pero no suficiente. Si de verdad queremos consolidar la educación como derecho y motor de desarrollo, necesitamos algo más: voluntad política sostenida, control social efectivo y un compromiso real con las regiones más olvidadas.
Intento enseñar a mis estudiantes que la justicia y la equidad no son favores, son derechos. Lo mismo ocurre con la educación superior: no es un regalo de ningún gobierno, es una obligación del Estado. Aplaudir los avances es justo, pero exigir lo que aún falta es indispensable. Porque la educación no puede seguir dependiendo del color político de turno ni de reformas parciales. La educación superior merece una solución estructural, no un parche.