Ignacio Arizmendi Posada

Periodista de la Universidad de Navarra.

Exdecano de la Facultad de Comunicación de la UPB.

Excolumnista de El Colombiano y El Mundo (Medellín), El País (Cali), El Tiempo y Revista Cromos (Bogotá).

Autor de 15 libros de historia y ensayo.

Ignacio Arizmendi Posada

Parábola de los 7 puertos

Los discípulos se hallaban entretenidos con las redes y las boyas, mientras el galeno, viento suave y apacible, acariciaba sus pieles, ya arrugadas, ya juveniles. Pero suspendieron las tareas en cuanto el Maestro, llegado súbitamente, empezó a hablarles: “Os digo que la vida es como un crucero de siete puertos”, afirmó de manera pausada y clara. “Un viaje en escalas, con el timonel navegando en demanda, hacia lugares determinados, en los que atracáis a bordo de vuestro bajel”, palabras que los incitaron a mirarse entre sí en busca de una luz, pues de momento no barruntaban muy bien qué era lo que les proponía.

El Señor dio unos pasos y se sentó en un banco que se hallaba cerca, miró en silencio a cada uno de sus seguidores, dando la impresión de que los contaba. Tras finalizar la maniobra, levantó un tanto la cabeza e indicó: “El primero de los siete es puerto Alfa, al que arribáis, forzosamente, sin buscarlo, cuando venís al mundo a empezar vuestro crucero, puerto en el que permaneceréis un tiempo variable”.

Pero los fieles seguían sin atar cabos para entender lo dicho. De ello se dio cuenta el Maestro, por lo que expresó: “Una o más veces, en vuestros años, el bajel os conducirá a puerto ¡Hurra! Allí encontraréis gozo, regocijo, esplendor, placer vital, buenos momentos. Os apetecerá gritar, exultantes, ¡hurra! Por ello, la nave en que arribéis se hallará empavesada, adornada para la fiesta. Es la vida”.

Las gentes no salían del desconcierto, si bien sabían que el Señor se expresaba en parábolas, algunas de las cuales les generaban interrogantes. Pese a ello, lo siguieron con un interés real tan pronto dejó el asiento. Unos metros más adelante, se vuelve y llama a uno de los más cercanos, en cuyo hombro derecho se apoya para precisar: “En otras ocasiones, pasando años, las velas os conducirán hacia puerto ¡Guau! Sentiréis asombro, sorpresa, perplejidad por todo lo que registráis. Desearéis, tal vez, que el tiempo abonance y que lo inusitado os acompañe por muchas lunas marinas”.

Se acercó a otro de los suyos para hablarle de un modo tal que el resto también oyera: “Un destino más es puerto ¡Ah! Estaréis ahí cuando os colmen las dudas, la confusión, la incertidumbre, las sombras. Os desconcertaréis por vario tiempo, pero trataréis de pilotar a la capa para que el velero vaya estable y lo dominéis”. Uno de los discípulos le pregunta: “Maestro, ¿cuánto estaríamos en puerto ¡Ah!?”. “Lo necesario”, contestó, “para conquistar o reconquistar la armonía, el equilibrio perdido, la paz fugada, la calma extraviada. Lo empezaréis a tener en puerto ¡Ajá! hacia donde seguiréis, cuando podáis, con soltura, con la nave desahogada, para permanecer cuanto tiempo sea mandante y útil”.

Nadie más mostraba deseos de intervenir, pero uno indaga: “Señor, ¿tocaremos algún puerto donde se sienta temor o alguna cosa que no deseemos? No lo hemos oído”. El Maestro lo miró atentamente y, con ayuda de una expresión tierna, contestó: “Hermano mío, no dejaréis de entrar a puerto ¡Ay! Allí sentiréis dolor, enfermedad, nostalgia, soledad, tristeza, agobio, el peso de vosotros mismos, como si todo lo que fue vuestro se hubiera diluido en entornos invisibles, como si el mar se encrespara por la fuerza de los vientos, puerto que tocaréis, posiblemente, no pocas veces”.

El profeta se acerca a las aguas, se inclina, se hace a una porción del líquido y lo libera de a poco sobre la arena, luego de lo cual les dice: “Me falta puerto Omega, la última e inevitable escala, en la que tal vez os sea necesaria una maniobra de practicaje, ayudados por un perito. Pese a ello”, añadió, “no podréis evitar hundiros en el fondo de la mar: será el cese definitivo, irreversible, para siempre, de todas las funciones que albergasteis en vuestra vida”.

Los discípulos enmudecieron por un instante, pero no pudieron ocultar sus reacciones, siendo las más intensas y reiteradas las interjecciones ¡ay! y ¡ah!... Como si interpretaran la saloma, grito en coro de los marineros al efectuar juntos una operación. El Maestro los mira de nuevo, sin prisa, con afecto lúcido, y les da a entender que desea estar a solas. Las gentes, entonces, retornaron a sus tareas.

INFLEXIÓN. Alfred Hitchcock decía: “No hago películas de misterio, hago películas desconcertantes”. Con algo de imaginación, sus palabras se relacionan con lo dicho aquí.

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Ignacio Arizmendi Posada
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