Cristina Plazas Michelsen

Abogada y columnista. Ha desempeñado cargos destacados como directora del ICBF, edil de Chapinero, concejal de Bogotá, alta consejera presidencial para la Mujer, secretaria privada de la Presidencia y secretaria del Consejo de Ministros. Se ha distinguido por su compromiso con la defensa de los derechos de la niñez y las mujeres, así como por su postura firme contra la corrupción y la improvisación en la política.

Cristina Plazas Michelsen

Prohibido proteger a los niños

En Colombia, el “libre desarrollo de la personalidad” se convirtió en la excusa perfecta para que nadie pueda decir nada, para que ninguna autoridad intervenga y para que cualquier intento de ordenar lo público termine señalado como prohibicionismo, moralismo o mojigatería. Lo que antes era un principio constitucional razonable —la protección de la autonomía individual— hoy se ha llevado al extremo. Tanto, que profesores, padres de familia, policías y alcaldes han perdido autoridad. Nadie puede corregir, advertir o poner límites sin que aparezca alguien a gritar que se están violando derechos. Derechos que, por cierto, se interpretan de manera selectiva.

La reciente decisión del Tribunal Administrativo de Antioquia de tumbar el decreto del alcalde Federico Gutiérrez —que prohibía el consumo y porte de dosis mínima en parques, alrededores de colegios y espacios donde hay niños— no es un hecho aislado. Es el reflejo de una tendencia nacional: cualquier medida que busque proteger a los menores de edad termina derrotada por un principio que, usado sin criterio, desarma al Estado y deja indefensos a los más vulnerables.

Y no, esto no es un tema de moralismo. No se trata de si la droga es “peor” o “mejor” que el trago, como repiten los defensores del consumo para confundir la discusión. Los dos hacen daño. Pero la manía de romantizar la marihuana, de llamarla “recreativa”, de decir que “no pasa nada” y presentarla como un estilo de vida aspiracional, es un mensaje desastroso para los niños y jóvenes. Basta recordar el bochornoso episodio de la representante Susana Boreal gritando en el Congreso que era consumidora diaria, como si fuera una medalla de autenticidad. Ese es el ejemplo que están viendo los adolescentes.

Aquí el tema es otro: la protección de los niños. ¿En qué momento normalizamos que los parques —sus parques— estén llenos de jíbaros? ¿Cuándo aceptamos que las salidas de los colegios se conviertan en zonas de consumo? ¿Cómo es posible que el país tolere que los adultos consuman al lado de los columpios, mientras los niños juegan sin que nadie pueda intervenir?

Colombia permite el porte y consumo de dosis mínima. Esa es la realidad jurídica. Pero lo que no tiene es una política pública seria de prevención. No hay campañas nacionales sostenidas, no hay educación temprana sobre riesgos, no hay acompañamiento a familias, no hay tratamiento accesible y continuo. Y, para completar, el mismo “cuento” de la dosis mínima se ha convertido en el salvavidas perfecto para los jíbaros: si los sorprenden, dicen que es “para consumo personal”. Si los detienen, al día siguiente están libres. El Estado corre detrás de ellos con una legislación que parece hecha para garantizarles impunidad.

Estamos en una paradoja absurda: sí a la dosis mínima, pero no a la prevención; no a la judicialización seria de las redes de microtráfico; no a la protección efectiva de los parques; no a la autoridad de los padres y profesores; y no a dejar espacios libres de vicio para los niños. La ley terminó sirviendo más a los bandidos que a las miles de familias que ven cómo el consumo destruye hogares, proyectos de vida y el futuro de sus hijos.

Lo que está en juego no es un decreto. Es el país que estamos formando. Y, por ahora, es un país donde los niños están perdiendo.

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Cristina Plazas Michelsen
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