Un buen amigo, médico salubrista prestigioso, preocupado (y se lo agradezco) por mi sobrepeso me regaló hace dos meses un excelente libro de una eficaz dieta con recetas incluidas. En tres o cuatro semanas he perdido por lo menos cinco kilos de peso, ¡oh alegría, oh satisfacción, oh Nirvana! Subo las escaleras con más energía, muchos observan que estoy más delgado, duermo mejor, pero no digo el nombre de la dieta para evitar caer en esa propaganda dietética tan común en nuestros días.
Es paradójico que en nuestra cultura existan miles de instrucciones nutricionales para bajar de peso mientras sufrimos de una epidemia global de obesidad en países pobres y ricos. O nuestra naturaleza humana es rebelde a seguir instrucciones sensatas, cosa probada en la historia, o hay un grave problema en las instrucciones mismas. Quisiera adelantar algunos comentarios sobre este último aspecto.
Las recomendaciones dietéticas con facilidad se convierten en normas sectarias: esto sirve para esta enfermedad, comer esto no te da aquello, esto ni lo pruebes, sólo comas de aquello o cocinado así, etc. Convertimos el delicioso yantar en farmacología y se nos olvida que las enfermedades cuya prevalencia intentamos disminuir con cambios nutricionales son multifactoriales.
La evolución nos ha preparado para ser curiosos animales omnívoros. Sólo así hemos sobrevivido. Estamos lejos de ser osos pandas y depender de los nutrientes de cogollos de bambú. De hecho los simpáticos pandas también comen pequeños roedores, aves y peces.
Siéntase autorizado por la evolución biológica a comer de todo. Entonces, ¿qué hacer y cómo nutrirse? Ya que “Raimundo y todo el mundo” se siente consejero dietético adelantaré mi recomendación. Es la dieta de las 4 emes: menos, mejor, más despacio y más acompañado.
Menos. Desde hace más de 70 años se sabe que una reducción marcada en las kilocalorías totales de la dieta produce una sobrevida significante en animales de experimentación. Una reducción de 40-60 por ciento de las kilocalorías produce un aumento hasta del 50 por ciento en el promedio de vida. Esto se ha comprobado en ratas, ratones, peces, lombrices, arañas y levaduras. En los últimos meses se ha demostrado en primates no humanos. Lo difícil en nuestra especie es conseguir individuos dispuestos a aceptar una dieta de 1.000-1.200 kilocalorías diarias por tiempo prolongado.
Recuerdo una publicación donde el autor narraba como por su propia voluntad, había seguido esa dieta por mucho tiempo y esperaba entonces vivir más años que su familia y que su gato que comían normal. En el artículo se mostraba una foto del emaciado autor con su sonriente familia y uno no sabía que estilo de vida escoger: si vivir mucho tiempo con hambre o comer como el gato.
Lo interesante es que los estudios más recientes muestran que el único órgano que no se atrofia con dietas hipocalóricas prolongadas es el cerebro y tampoco se ven en estos casos cambios marcados de envejecimiento cerebral. Es como si el cuerpo con su sabiduría, prefiriera salvar el cerebro en situaciones de carencia calórica.
Podemos cambiar contra natura esta respuesta adaptativa. En Estados Unidos se ha puesto de moda dietas rigurosas con inyecciones de hormonas placentarias (hGC) que inducen al cuerpo al engaño haciéndolo creer que está en “embarazo” al consumir los depósitos grasos y preservar la masa muscular. Algunos atletas masculinos, quizás con atrofia cerebral, han acudido a estas maniobras bioquímicas para perder peso sin perder músculo. Este dopaje ha sido prohibido por las autoridades deportivas.
La segunda eme de nuestra dieta es Mejor: comer menos y mejor. Las últimas recomendaciones nutricionales del gobierno estadounidense le recomiendan a los ciudadanos “gozar sus comidas pero comer menos”. Los estudios han mostrado que la dieta promedio de ese país, globalizada a través de millones de pizzerías y hamburgueserías, obtiene gran parte de sus proteínas de una única fuente: la carne vacuna molida. Gozar la comida es experimentar, probar cosas distintas, aprender a nutrirse de cosas nuevas.
Lo que lleva a la tercera eme: Más despacio. Por tradición, nuestras madres nos han enseñado que hay que masticar muchas veces. Puede ser cierto que esto produzca mayor sensación de saciedad pero la ciencia no lo ha probado. Un interesante trabajo holandés publicado en marzo en The Journal of Nutrition muestra que una comida larga y lenta no lleva a disminuir el deseo de comer entre comidas.
Lo que llamamos comer despacio es pensar qué y cuando se come. Ser más consciente de lo que ingerimos, casi planear nuestras comidas. No comer de pie, ni caminar entre una labor y otra. Y menos frente a la televisión, la gran engordadora.
La última eme es Más acompañado. Debemos comer en grupo o familia, compartir nutrientes, tradiciones y la misma experiencia del comer. Los buenos amigos, como aquel epidemiólogo que me puso a dieta, nos pueden enseñar a comer bien. Entonces sugiero la dieta de las cuatro emes: comer menos, mejor, más despacio y más acompañado, sin sectas dietéticas.

