Una vitrina de su barrio, un ejercito de cisnes flotando entre plumas glamurosas o los pasos de hip hop de su hija de 14 años, inspiran el trabajo de Mahle Matallana, una artista de 33 años que creció en Cartagena oyendo canciones de familia al vaivén de las olas y llegó hasta las montañas de Chapinero en un éxodo que significó un camino sin retorno.
Bogotá, una ciudad que le prometía un laberinto hacia lo desconocido apareció en la adolescencia de Matallana cuando decidió estudiar Artes Visuales en la Universidad Javeriana. Pronto llegaría Eva y con ella el comienzo de una temprana carrera de maternidad, experiencias que serían representadas plásticamente como un viaje de carretera en la intimidad de las cosas. El mundo comenzó a ser el motivo de su expresión, una canción en la radio o una película, abrían un mundo de posibilidades en su cabeza, que la llevaban a reinterpretar la relación con lo que estaba a su alrededor.
El aburrimiento y el desamor, cualquier cosa en un día ordinario puede ser material de trabajo para una mujer para quien no existen fronteras en el arte. Ni fotografía de producto ni arte pop reúnen el sentido de sus obras, para ella la diversión empieza entre los dos conceptos. “Si tienes que hacer una separación de tu visión entre lo comercial y lo artístico se genera un conflicto. Yo diría que mi trabajo es muy flexible en todas sus formas y eso permite que haya un acceso a todo lo que sea creativo.”
No pretende estetizar sus fotografías o hacer de ellas algo pictórico, simplemente contar las historias de quienes que se personifican a través del mundo en el que viven y los objetos que poseen. Experiencias únicas para cada individuo que se pueden traducir narrativamente en una foto o en cuadro, una herencia heredada de su época universitaria en la que se enamoró de la distorsión de la pintura Alemana y Flamenca del medioevo y el renacimiento.
Así como el pintor holandés Johannes Vermeer retrataba exquisitas escenas cotidianas, Matallana busca resaltar objetos comunes de la rutina que por nuestra monotonía pasan desapercibidos y se convierten en piezas utilizadas por inercia más que por necesidad. Pasando de la vacía materialidad del mundo a un espacio de admiración se le atribuye un valor agregado a objetos sin atención enaltecidos en una obra de arte.
Así como la inspiración nace de lo que está a su alrededor, los nombres de sus obras vienen de los murmullos, de los gestos y los matices del día a día. Frente a una pared de corales a 15 metros de profundidad Mahle Matallana sigue imaginado realidades extraordinarias dentro de espacios corrientes.