
A Miguel Uribe lo quisieron silenciar a tiros. El atentado ocurrió este sábado en el barrio Modelia, localidad de Fontibón, en Bogotá, durante un acto público en el parque El Golfito. A plena luz del día, en medio de la gente, un disparo buscó callar una voz política. No fue un crimen común: fue un mensaje brutal. En Colombia, pensar diferente puede costar la vida.
El país entero lo vio: el caos, el miedo, los gritos, la huida. Las imágenes hablan por sí solas. Este no es solo un ataque contra un senador del Centro Democrático. Es un ataque contra la posibilidad misma de que exista oposición, disenso y debate. Cuando un candidato recibe una bala en plena calle, lo que está en juego no es una carrera presidencial: es la democracia.
Miguel Uribe no es ajeno a la violencia. Su historia está marcada por una de las tragedias más dolorosas del conflicto colombiano: el secuestro y asesinato de su madre, Diana Turbay. Nació en medio de una herida nacional que aún supura. Hoy, décadas después, esa herida vuelve a abrirse. Y lo hace con una crueldad que debería estremecer al país entero.
Este no fue un hecho aislado. Hay capturados, entre ellos un menor de edad. Hubo intercambio de disparos. La comunidad reaccionó, las autoridades actuaron, pero el daño ya está hecho. La política está infiltrada por el odio. Y cuando el odio se normaliza, la violencia se vuelve costumbre.
¿Quién gana cuando se dispara contra un líder político? ¿Qué clase de sociedad permite que esto ocurra sin que tiemble hasta la última institución? La respuesta es incómoda: hemos permitido que el odio se convierta en discurso aceptable. Hemos normalizado la estigmatización, el señalamiento, el todo vale.
Hoy, más que nunca, hay que trazar una línea. No se trata de estar de acuerdo con Miguel Uribe. Se trata de defender la vida. De defender el derecho a participar, a proponer, a disentir sin tener que mirar por encima del hombro.
Atentar contra un candidato es atentar contra todos. Es dinamitar el frágil pacto que aún nos permite llamarnos una democracia. Y si no reaccionamos como sociedad, como instituciones y como ciudadanos, el próximo disparo podría ser no solo contra una persona, sino contra la última posibilidad de reconciliación.