Hay momentos en que un país se mira al espejo y la imagen que devuelve no miente. Colombia atraviesa uno de esos instantes. Mientras el presidente Gustavo Petro insiste en hablar en nombre del “pueblo soberano”, de la revolución moral, de la ruptura con los privilegios, la narrativa se fractura con un estruendo que ya nadie puede ignorar.
Porque el discurso puede decir “pueblo”, pero los gestos del poder están diciendo otra cosa. Y esa grieta, cada día más evidente, está erosionando la confianza incluso de quienes creyeron en la promesa de un cambio ético, austero y distinto.
El populismo como espejo distorsionado
Petro ha construido su liderazgo en la idea de una épica popular: él contra las élites, el pueblo contra los poderosos, la multitud como legitimidad absoluta. Ese modelo funciona… hasta que la realidad empieza a quedarse sin espacio debajo de la alfombra.
El populismo se sostiene en una narrativa simple: un líder, un enemigo, un pueblo. Pero cuando el líder se aleja del estándar moral que predica, la narrativa pierde su fuerza. Porque no hay revolución que aguante el ruido de los símbolos.
Y hoy los símbolos están hablando más fuerte que los discursos.
Los gastos, los lujos y la vida paralela del poder
Los reportes sobre gastos excesivos, compras de lujo, estilos de vida que poco se parecen a la austeridad prometida, y el creciente ruido alrededor de Verónica Alcocer, su vida en Suecia, su rol difuso, sus privilegios visibles, se han vuelto parte del paisaje.
Aquí no se trata de atacar a una mujer ni de cuestionar su dignidad. Se trata de coherencia: ¿Cómo puede hablarse en nombre del pueblo mientras se vive para el privilegio?
Ese contraste duele. No porque los colombianos envidien el lujo ajeno, sino porque el poder debería ser el primer ejemplo, no el último.
Mientras se pide sacrificio, mientras se convoca a marchas “por la vida” y se señala a quienes disienten como enemigos del cambio, el país observa cómo la vida íntima del poder se mueve en otra frecuencia: viajes, comodidades, silencios y un aura de inmunidad que recuerda viejas prácticas que se prometieron enterrar.
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La palabra “pueblo” como escudo y arma
El riesgo es mayor que un simple escándalo doméstico. El riesgo es que la palabra “pueblo” se convierta en un instrumento de blindaje, un comodín para justificar decisiones opacas, un mantra para dividir, un escudo para no rendir cuentas.
Porque cuando el líder lo sabe: invocar al pueblo es eficaz. Pero también es peligroso, pues el pueblo no es un slogan, no es una coraza, ni es un monedero político.
El pueblo es carne y hueso: desempleados, madres cabeza de hogar, jóvenes sin oportunidades, campesinos que siguen esperando el Estado real, no el Estado discursivo.
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El costo emocional de la incoherencia
La incoherencia del poder no es solo una contradicción política; es una herida social. La gente puede aceptar la dificultad, la crisis, la demora. Lo que no acepta, porque duele en lo profundo, es la doble moral.
Pedir sacrificio desde el balcón, mientras desde la ventana del costado se exhiben privilegios, es quebrar la confianza. Y cuando la confianza se rompe, el liderazgo se desmorona.
La pregunta que queda flotando en el país
No se trata de Petro como individuo, ni de Verónica como figura pública. Se trata del mensaje que un país recibe en un momento de polarización, inflación, desempleo, corrupción y precariedad institucional.
¿Puede un líder que dice gobernar para el pueblo seguir viviendo como si gobernara para sí mismo?
Esa es la pregunta que mañana pesará más que cualquier discurso, marcha o trino. Esa es la grieta que está empezando a tragarse la narrativa del cambio. Esa es la herida que no cerrará con retórica ni consignas.
Porque el pueblo, al que tanto se invoca, también sabe leer los silencios, y, los símbolos nunca mienten.
