
Mientras las tensiones geopolíticas se intensifican en Medio Oriente, un punto estratégico del mapa ha vuelto a convertirse en protagonista: el Estrecho de Ormuz. Este paso marítimo angosto, ubicado entre Irán, Omán y los Emiratos Árabes Unidos, ha sido históricamente una arteria vital para el comercio energético mundial. A través de sus apenas 33 kilómetros de ancho circula el 20 % del petróleo global y cerca de un tercio del gas natural licuado que abastece a buena parte del planeta.
Esta semana, el Parlamento iraní aprobó una resolución que autoriza el cierre del Estrecho en caso de que continúen los ataques contra su infraestructura nuclear, en particular los bombardeos recientes que Teherán atribuye a Israel. Aunque la decisión final recae en el Consejo Supremo de Seguridad Nacional, la amenaza ya ha tenido efectos concretos: aumentos en el precio del crudo, desvíos de superpetroleros y el incremento de tensiones militares en la zona. La región, una vez más, se convierte en epicentro de incertidumbre global.
El Estrecho de Ormuz conecta el Golfo Pérsico con el océano Índico, y a través de él transita buena parte del petróleo que exportan países como Arabia Saudita, Kuwait, Catar, Emiratos Árabes Unidos e Irán. Si ese flujo se interrumpe, incluso de manera temporal, los efectos se sienten de inmediato. La sola expectativa de un cierre ha elevado el precio del barril Brent por encima de los 80 dólares y ha generado un ambiente de volatilidad en los mercados energéticos.
Más allá del impacto inmediato en los precios, el riesgo es estratégico. Estados Unidos ha advertido que no tolerará un bloqueo y ha desplegado presencia militar en la zona. China, principal consumidor de petróleo iraní, ha pedido contención, mientras que la Unión Europea teme una crisis energética similar —o incluso más grave— que la provocada por la guerra en Ucrania. Israel, por su parte, guarda silencio. Pero en el tablero geopolítico, cada movimiento está siendo observado con máxima atención.
Aunque para muchos el Estrecho de Ormuz ha permanecido fuera del radar, lo que ocurre allí tiene consecuencias directas. Si el crudo sube, también lo hace la gasolina, el gas doméstico, los fertilizantes y el transporte. En un país como Colombia, donde buena parte de la economía depende del petróleo pero también es vulnerable al precio de los derivados, una crisis en Ormuz puede traducirse en inflación, presión fiscal y nuevos desafíos para los hogares más vulnerables.
Este episodio pone en evidencia la fragilidad de un sistema económico global que sigue dependiendo de zonas de alto riesgo. Colombia, como otros países emergentes, deberá replantear su política energética, no solo en términos de producción y exportación, sino en cuanto a autonomía, diversificación de fuentes y capacidad de respuesta frente a shocks externos.
El posible cierre de Ormuz es mucho más que una jugada táctica en un conflicto regional. Es una advertencia sobre los desequilibrios del mundo que habitamos. Lo que ocurra en ese estrecho puede sentirse en cada estación de servicio, en cada factura, y en cada decisión política que postergue una transición energética urgente y necesaria.