
La voz de María Claudia Tarazona, esposa de Miguel Uribe, atraviesa el ruido y el dolor. A dos meses de la bala que apagó la vida de su esposo, sus palabras no buscan venganza. No exigen sangre. No llaman a la violencia. Son un acto de resistencia pacífica:
“Para honrar a Miguel solo recibo actos de amor y paz”.
No es una frase para los discursos oficiales, es el grito íntimo de quien ha sentido el frío de la pérdida y, aun así, se levanta con la frente en alto. Entre lágrimas, también le da gracias a Dios por haberla acompañado y preparado durante estos dos meses para enfrentar la ausencia y sostener en pie el legado de su esposo.
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La muerte de Miguel no solo deja un vacío en su familia y en quienes lo admiraban, sino que pone frente al país una pregunta que evitamos mirar: ¿hasta cuándo vamos a normalizar que la política, las ideas o las diferencias se cobren con la vida?
En Colombia, donde el odio se ha vuelto moneda corriente, María Claudia rompe el ciclo. Ella no se entrega al resentimiento, sino a la convicción de que el legado de su esposo no puede ser reducido a un titular de tragedia, sino multiplicado en actos de reconciliación.
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Este es un llamado que incomoda, porque amar y perdonar cuando el corazón sangra es un gesto de verdadera valentía. Un acto que no todos están dispuestos a dar, pero que puede cambiar el rumbo de una nación.
La memoria de Miguel no se escribe con balas, sino con gestos que construyan un país donde ninguna familia tenga que pronunciar estas palabras desde la ausencia. Ese es el homenaje que su esposa exige, y que Colombia debería aprender a entregar.