En el Planetario de Bogotá, donde las luces suelen apagarse para que el universo haga su entrada, ocurrió algo peculiar: esta vez, una pieza diminuta —del tamaño exacto de una muñeca humana— reclamó su propio espacio entre galaxias proyectadas. No era una nave ni un meteorito, aunque bien podría pasar por uno. Era el nuevo Bulova Lunar Pilot 98A329, una edición limitada que parece más un fragmento del cosmos pulido manualmente que un objeto fabricado en la Tierra.
Su esfera, hecha de Timascus, luce como si hubiera sido sumergida en fuego estelar. Tonos púrpura, azules profundos y destellos dorados se entrelazan en un patrón impredecible, casi orgánico, producto de un tratamiento térmico que deja huellas irrepetibles. Cada pieza es una pequeña aurora boreal circular. No es difícil imaginarla flotando en gravedad cero.
El reloj rinde homenaje a una historia que parece sacada de una película, pero que ocurrió de verdad: el cronógrafo que acompañó al astronauta David Scott en la misión Apollo 15. Un guiño al pasado que aquí se funde con materiales y técnicas del presente, como si el tiempo fuese un puente entre metales y memorias.
La noche del lanzamiento tuvo algo de ritual. Proyecciones celestes, sabores que imitaban cráteres y nebulosas, y una exhibición cuidada como si cada objeto estuviera a punto de despegar. Entre los asistentes apareció el artista brasileño Thiago Rosinhole, invitado especial, quien encajó naturalmente en un ambiente donde la creatividad orbitaba a baja altura. Su presencia reforzó una idea silenciosa: la relojería también es un lienzo, aunque en miniatura.
