
Bogotá amaneció gris, como si la ciudad supiera que ese miércoles no era uno cualquiera.
Desde temprano, cientos de personas comenzaron a llegar a la Catedral Primada. A las puertas del templo mayor del país, una multitud esperaba en silencio, mientras en el interior todo estaba dispuesto para despedir a Miguel Uribe Turbay, senador, precandidato presidencial y, desde el lunes, otra víctima de una violencia que no cesa.
La misa fue solemne, conmovedora, cargada de símbolos. Ofició el cardenal Luis José Rueda, arzobispo de Bogotá, con palabras que intentaron ser bálsamo en medio del dolor colectivo, pero que también dejaron una advertencia:
“Reconozcamos sinceramente que estos son tiempos de empobrecimiento ético y de polarización agresiva que nos arruina, que acaba con nuestro país. Sembremos semilla de paz y de esperanza.”
Desde afuera, los gritos no daban tregua:
“Justicia, justicia”, “Miguel no murió, Petro lo mató”, “El pueblo unido jamás será vencido.” Las consignas retumbaban en la Plaza de Bolívar mientras adentro, bajo la luz tenue de los vitrales, el país enterraba a otro de sus líderes.
La rosa blanca, la repetición del duelo
El momento más desgarrador de la ceremonia fue también el más silencioso...
Alejandro, el hijo de Miguel Uribe, de apenas cuatro años, caminó con una flor blanca en la mano hasta el ataúd cubierto con la bandera de Colombia. Lo hizo con la calma de quien aún no conoce el peso de la muerte. Frente a él, los soldados del Batallón Guardia Presidencial se mantenían firmes, mientras el país contenía el aliento.
Treinta y cuatro años antes, fue Miguel quien se acercó al féretro de su madre, Diana Turbay, también asesinada por la violencia política. Tenía la misma edad que su hijo hoy. Fue imposible no recordar aquella imagen. Una escena espejo, una herida repetida. Como si la historia, en este país, se negara a aprender y solo supiera insistir.
La despedida
Mientras el féretro era escoltado por soldados del Batallón Guardia Presidencial, la Orquesta Filarmónica de Bogotá interpretaba una versión solemne de El Guerrero, acompañada por la voz de Yuri Buenaventura. Fue la despedida. El momento de soltar.
La catedral se llenó de pétalos blancos. La calle se convirtió en una alfombra de rosas y aplausos. Por ese pasillo improvisado de duelo, salió el cuerpo de Miguel Uribe Turbay, cargado con honores militares y seguido por una multitud que no dejaba de llorar, de gritar, de exigir.
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Fue una despedida política, sí, pero sobre todo humana. La de un país que parece condenado a enterrar líderes, a repetir sus duelos, a llorar con rabia.
Y mientras el cortejo avanzaba rumbo al Cementerio Central, quedó flotando la voz del cardenal: “Este país que amamos no puede seguir como un país de muertos.”
Hoy Colombia no solo enterró a Miguel Uribe Turbay, también lloró una vez más la esperanza de vivir en paz. En cada rosa blanca, en cada silencio respetuoso, en cada lágrima contenida, se sintió el peso de un adiós que duele en lo más profundo.
Porque este duelo no es solo de una familia, es el de toda una nación que anhela reconciliación y seguridad.