Soy el número 4 es una película de ciencia ficción dirigida por DJ Caruso y protagonizada por Alex Pettyfer, Timothy Olyphant, Teresa Palmer, Dianna Agron, Kevin Durand y Callan McAuliffe. Está basada en la novela I Am Number Four, el primer libro de una serie de seis libros escritos por los autores Jobie Hughes y James Frey, y publicado por HarperCollins en inglés y editorial Norma en español. El guión fue adaptado por Al Gough y Miles Millar y Michael Bay y Steven Spielberg produjeron la película, que será estrenada en Colombia el 25 de febrero. Este es el primer capítulo del libro.
S O Y E L N Ú M E R O C U A T R O
La puerta tiembla. Es una cosa delgada hecha de
ramas de bambú amarradas con jirones de cáñamo. El temblor
es sutil y para casi de inmediato. Los dos alzan la cabeza para
escuchar; un chico de catorce años y un hombre de cincuenta
que todo el mundo cree que es su padre, pero que nació cerca
de una selva distinta en un planeta distinto a cientos de años
luz de distancia. Los dos están acostados, sin camisa, en los
extremos opuestos de la cabaña. Un mosquitero cubre cada
catre. Oyen un estruendo lejano, como el de un animal que
rompe la rama de un árbol, pero en este caso suena como si
hubiera roto el árbol entero.
—¿Qué fue eso? —pregunta el chico.
—Shh —replica el hombre.
Se oye el chirrido de los insectos, nada más. El hombre
baja las piernas por un lado del catre cuando la puerta vuelve a
temblar. Un temblor más prolongado y firme, y otro estruendo,
esta vez más cercano. Se levanta y camina lentamente hacia la
puerta. Silencio. Respira profundamente al acercar la mano al
cerrojo.
El chico se incorpora.
—No —susurra el hombre.
En ese instante, la hoja de una espada alargada y brillante,
de un metal blanco y reluciente que no existe en la Tierra,
traspasa la puerta, se hunde en su pecho hasta asomar quince centímetros por su espalda y luego vuelve a salir rápidamente.
El hombre suelta un gruñido. El chico deja escapar un grito
ahogado. El hombre toma aire y dice una sola palabra: “Corre”.
Y cae sin vida sobre el suelo.
El chico brinca del catre y atraviesa la pared de atrás.
No se toma la molestia de salir por la puerta o una ventana.
Literalmente atraviesa la pared, que se rompe como si fuera
de papel, aunque está hecha de recia y dura caoba africana. Y
se interna en la noche congoleña, saltando árboles, corriendo
a una velocidad de casi cien kilómetros por hora. Sus sentidos
del oído y la vista son superiores a los de los humanos.
Esquiva árboles, sortea enmarañadas vides y brinca riachuelos
con una sola zancada. Unos pasos fuertes le pisan los talones,
acercándose cada vez más. Sus perseguidores también tienen
dones. Y llevan algo consigo. Algo de lo que solo ha oído a
medias, algo que nunca creyó que vería en la Tierra.
El estruendo se aproxima. El chico oye un rugido bajo
y profundo. Sabe que lo que sea que viene persiguiéndolo
avanza cada vez más rápido. Entonces, ve un quiebre en la
selva, por delante. Y al llegar allí, ve un enorme barranco, de
unos noventa metros de ancho y otros noventa de profundidad,
con un río al fondo. Unas rocas inmensas bordean el río;
unas rocas que lo destrozarían si cayera sobre ellas. Su única
salvación está en atravesar el barranco. No podrá tomar mucho
impulso, y tendrá esa sola oportunidad. Una sola oportunidad
de salvar su vida. Pero incluso para él, o para cualquiera de los
suyos que están en la Tierra, es un salto casi imposible. Regresar,
bajar o intentar enfrentarlos equivale a una muerte segura.
Tiene una sola posibilidad.
Oye un rugido ensordecedor a sus espaldas. Están a cinco
o diez metros. Entonces da cinco pasos hacia atrás, arranca
y, justo antes del precipicio, despega y empieza a volar sobre el barranco. Se sostiene tres o cuatro segundos en el aire. Y
grita, con los brazos estirados hacia delante, a la espera de la
seguridad o el fin. Aterriza en el suelo y avanza tambaleándose
hasta detenerse al pie de una secuoya. Sonríe. No puede creer
que lo haya logrado, que sobrevivirá. Para evitar que lo vean, y
como sabe que tiene que alejarse aún más de ellos, se levanta.
Tendrá que seguir corriendo.
Vuelve la vista hacia la selva. Y al hacerlo, una mano
gigantesca se cierra en torno a su garganta y lo alza del suelo.
Forcejea, patalea, intenta escapar, pero sabe que es inútil,
que está acabado. Debería haber contado con que estarían en
ambos lados, que en cuanto lo encontraran, no habría escapatoria.
El mogadoriano lo alza para poder verle el pecho, ver el
amuleto que cuelga de su cuello, el amuleto que solo pueden
llevar él y los suyos. Se lo arranca y lo guarda en alguna parte
dentro de la enorme capa negra que lleva puesta. Y al volver a
sacar la mano, sostiene la espada de metal blanco reluciente.
El chico examina los ojos negros del mogadoriano, profundos
e impasibles, y habla:
—Los legados están vivos. Se encontrarán unos a otros, y
cuando estén preparados, los destruirán.
El mogadoriano suelta una risa desagradable y burlona.
Levanta la espada, la única arma en el universo que puede
romper el hechizo que ha protegido al chico hasta hoy, y que
sigue protegiendo a los demás. La hoja se enciende con una
llama plateada al apuntar hacia el cielo, como si cobrara vida,
intuyendo su misión, haciendo una mueca ante la expectativa.
Al caer, un arco de luz surca velozmente la oscuridad de la selva,
y el chico sigue creyendo que una parte suya sobrevivirá,
que una parte de su ser logrará regresar a casa. Cierra los ojos
justo antes de la estocada. Y entonces llega el fin.
Capítulo uno
Al principio éramos nueve. Nos fuimos cuando éramos
pequeños, casi demasiado pequeños para recordar.
Casi.
Según me contaron, la tierra tembló y los cielos se llenaron
de luces y explosiones. Estábamos en ese periodo de dos
semanas al año en el que ambas lunas están en extremos opuestos
del horizonte. Era una época de celebración, y al principio,
las explosiones se interpretaron como fuegos artificiales. Pero
no era así. Hacía calor. Del mar llegaba un viento suave. Siempre
se menciona el clima: hacía calor, había un viento suave.
Nunca he podido entender por qué esto es importante.
El recuerdo más vívido que tengo de ese día es la imagen
de mi abuela. Estaba frenética, y también triste. Había lágrimas
en sus ojos. Mi abuelo estaba a su lado. Recuerdo cómo sus gafas
recogían la luz del cielo. Hubo abrazos. Palabras dichas por
cada uno de ellos. No recuerdo qué palabras. Y no hay nada
que me obsesione más.
Tardamos un año en llegar aquí. Yo tenía cinco años
cuando llegamos. Debíamos integrarnos a la cultura de este
planeta antes de regresar al nuestro, Lorien, cuando este pudiera
volver a sustentar vida. Los nueve tuvimos que separarnos
y buscar nuestro propio camino. Nadie sabía por cuánto tiempo. Y seguimos sin saberlo. Ninguno de los otros sabe
dónde estoy, y yo no sé dónde están ellos o cómo son ahora. Es
nuestra manera de protegernos, gracias al hechizo conjurado
cuando nos fuimos. Un hechizo que garantiza que solo pueden
matarnos según el orden de nuestros números, siempre y
cuando permanezcamos separados. Si nos reunimos, el hechizo
se rompe.
Cuando encuentran y matan a uno de nosotros, una cicatriz
circular se cierra en torno al tobillo derecho de aquellos
que siguen vivos. Y en el tobillo izquierdo, formada desde el
momento en que se conjuró el hechizo loriense, tenemos una
pequeña cicatriz idéntica al amuleto que llevamos todos al
cuello. Las cicatrices circulares son otra parte del hechizo. Un
sistema de alarma para que sepamos qué ha pasado con los
demás y, por tanto, cuándo ha llegado nuestro turno. La primera
cicatriz apareció cuando tenía nueve años. Me sacó del
sueño al grabarse a fuego en mi carne. Vivíamos en Arizona,
en un pueblito de frontera cerca de México. Desperté gritando,
en plena noche, desesperado por el dolor, aterrado de ver
cómo la cicatriz me marcaba la carne. Era la primera señal de
que los mogadorianos finalmente nos habían encontrado en la
Tierra, la primera señal de que estábamos en peligro. Hasta la
aparición de la señal, casi había logrado convencerme de que
mis recuerdos se equivocaban, de que lo que Henri me había
contado no era cierto. Quería ser un chico común que vivía
una vida normal, pero en ese momento supe, más allá de cualquier
duda o discusión, que no lo era. Al día siguiente, nos
mudamos a Minnesota.
La segunda cicatriz apareció cuando tenía doce años. Estaba
en el colegio, en Colorado, en un concurso de ortografía.
En cuanto empecé a sentir el dolor, supe lo que estaba pasando,
lo que le había pasado a Dos. El dolor fue espantoso, pero esta vez soportable. Habría podido quedarme en el escenario,
pero el calor me quemó el calcetín. El profesor que dirigía el
concurso me bañó con el extintor de incendios y me llevó a
toda prisa al hospital. El médico de la sala de urgencias encontró
la primera cicatriz y llamó a la Policía. Cuando llegó
Henri, amenazaron con arrestarlo por maltrato infantil. Pero
como no estaba cerca en el momento en que apareció la segunda
cicatriz, tuvieron que dejarlo en libertad. Nos subimos al
auto y nos marchamos, esta vez a Maine. Dejamos todo lo que
teníamos, menos el cofre loriense que Henri carga consigo en
todas las mudanzas; las veintiuna mudanzas que hemos vivido
hasta la fecha.
La tercera cicatriz apareció hace una hora. Estaba sentado
en el barco de los padres del chico más popular del colegio,
que organizó una fiesta allí sin su consentimiento. A mí
nunca me habían invitado a las fiestas del colegio. Como sabía
que tendríamos que irnos en cualquier momento, siempre me
había mantenido al margen. Pero la cosa había estado tranquila
desde hacía dos años. Henri no había visto en las noticias
nada que pudiera llevar a los mogadorianos hacia alguno de
nosotros, o que nos advirtiera sobre su presencia. De modo que
hice un par de amigos. Y uno de ellos me presentó al anfitrión
de la fiesta. Nos encontramos todos en el muelle. Había tres
refrigeradores, un poco de música y chicas a las que había admirado
de lejos pero con las que no había hablado nunca, aun
cuando quería hacerlo. Salimos del muelle y nos adentramos
unos ochocientos metros en el golfo de México. Estaba sentado
en el borde del barco, con los pies en el agua, hablando con
una chica muy bonita de pelo oscuro y ojos azules llamada
Tara, cuando la sentí llegar. El agua empezó a hervir alrededor
de mi pierna y la parte inferior empezó a brillar allí donde iba
grabándose la cicatriz. El tercer símbolo de Lorien, el tercer anuncio. Tara se puso a gritar y todos empezaron a aglomerarse
a mi alrededor. Yo sabía que no tenía cómo explicarlo. Y
sabía que tendríamos que marcharnos inmediatamente.
Ahora había mucho más en juego. Habían encontrado a
Tres, dondequiera que él o ella estuviera, y había muerto. De
modo que tranquilicé a Tara, le di un beso en la mejilla, le dije
que había sido un placer conocerla y que esperaba que tuviera
una vida larga y hermosa. Me zambullí por un lado del barco
y empecé a nadar lo más rápido posible, por debajo del agua
todo el tiempo, salvo una vez que salí a tomar aire a medio
camino, hasta llegar a la orilla. Después corrí por el lado de la
carretera, justo por el lindero del bosque, a la misma velocidad
de los autos. Al llegar a casa, encontré a Henri en el banco de
escáneres y monitores que usaba para investigar las noticias
del mundo entero y la actividad policial de la zona. Lo supo
sin que le dijera una palabra, pero aun así me alzó el pantalón
empapado para ver las cicatrices.
Al principio éramos un grupo de nueve.
Tres se han ido, están muertos.
Ahora quedamos seis.
Los otros nos persiguen, y no pararán hasta habernos
matado a todos.
Soy el Número Cuatro.
Y sé que soy el siguiente.
