Los niños de nadie que huyen solos de la miseria

Vie, 12/03/2021 - 17:57
Despojados de toda esperanza, miles de menores emigran desde el continente africano de forma clandestina y sin cuidado adulto. Allí, en medio de las dificultades para adaptarse y regularizar su situación, buscan empezar una nueva vida.
Créditos:
Pedro Armestre / Save the Children

“Adú” es una película cruda. Narra la historia de un niño de seis años a quien la violencia lo obliga a huir de su natal Camerún con rumbo a España. Es un relato que hace suyo el dolor de la infancia que migra sola. En los premios Goya del pasado 6 de marzo el largometraje fue galardonado, entre otros, a mejor dirección por el trabajo de Salvador Calvo, quien dedicó el reconocimiento "a todos los Adú del mundo".

Escondidos debajo de camiones o a bordo de pateras, niños y niñas de África persiguen la esperanza -a veces irrazonable- de conseguir en España una vida que les permita dejar atrás la violencia, la pobreza, las limitaciones estructurales y la falta de oportunidades que en sus países los sofocan.

Según datos del Ministerio Fiscal, a diciembre de 2019 los Menores Extranjeros No Acompañados viviendo en España alcanzaron la cifra de 12.417. Sin embargo, la Defensoría del Pueblo ha señalado la "escasa fiabilidad" de esos números oficiales, poniendo de relieve aspectos cuestionables en el funcionamiento del sistema de registro, documentación y protección que los rodea.

Ismail El Majdoubi conoce bien la textura de esas falencias. Las ha vivido y ha sido testigo de las cicatrices que dejan en la vida de otros niños migrantes. Tenía 16 años cuando una mañana, muy temprano y sin avisar a nadie, abandonó su hogar en Fnideq (Marruecos). “Ese día salí y de camino a la escuela me encontré con un chaval (joven) que iba para Ceuta y yo, que tenía el pasaporte encima, cambie de destino. No fui al colegio sino a la frontera”, recuerda. 

Fnideq -también conocida como Castillejos- está próxima a la frontera ceutí, uno de los boquetes españoles con mayor presión migratoria de menores, procedentes en su mayoría de Marruecos, Argelia, República de Guinea, Costa de Marfil y Mali.

A sus 22 años, cinco de ellos viviendo en España, Ismail va más allá del impulso y la casualidad. El ahora mediador intercultural explica que su decisión fue el resultado de la precariedad latente en un hogar de cinco hermanos. “Siempre hacía una reflexión: en mi país no voy a tener mucho futuro por ser pobre, no voy a llegar a la universidad. Tenía que buscarme la vida”.

“Estos chavales cargan las marcas del viaje”

Ismail llegó a España escondido debajo de un camión. De Ceuta a Algeciras, pasando por Almería, Granada y Málaga, hasta llegar finalmente a Madrid, su recorrido está hilado por el azar, y tiene tantos retazos de dificultad como de suerte. Después de todo, logró cruzar al territorio ibérico en el primer intento. Otros pasan días, meses, o incluso años intentándolo

Jennifer Zuppiroli, experta de Save the Children en infancia migrante y refugiada, explica que las rutas que atraviesan estos menores son las mismas que recorren las personas adultas. A esto se le conoce como “flujos migratorios mixtos”. Cada viaje está configurado de forma diferente en términos de extensión y costos, que varían dependiendo del origen. Por ejemplo, para quienes parten del África subsahariana la travesía supone más territorios, más recursos económicos - en algunos casos aportados por la familia del menor- y desde luego, más riesgos. “El origen, el sexo y el perfil étnico tienen mucho que ver con las experiencias que viven en tránsito los niños y niñas que viajan solos. A menudo sufren estigmatización y discriminación por parte de las instituciones y las sociedades de los países que deben cruzar y en los que se ven obligados a vivir”.

La vulnerabilidad de los menores se va multiplicando y hay quienes se aprovechan de la situación. “La mayoría de ellos son empleados en actividades con condiciones abusivas y de explotación, y caen en la mendicidad”, revela la experta. Después de cruzar una frontera hostil, Ismail recuerda una estancia dura y violenta en Ceuta. “Pasaron muchas cosas que marcaron mi historia. He visto desde un primer momento lo duro que es pasar calle, porque había chicos muy desgastados, algunos con bolsas esnifando disolvente. No sabía si quedarme o volver a casa”

Además de los peligros y abusos a los que están expuestos durante sus viajes, los niños y niñas migrantes no acompañados enfrentan barreras legales, sociales y culturales una vez han alcanzado su destino. “A su solicitud de protección les ofrecemos desamparo, a su petición de estabilidad les contestamos con precariedad y a sus sueños de bienestar les brindamos invisibilidad y exclusión. Frente a su necesidad de autonomía, les sometemos a un sistema que les niega oportunidades y desarrollo personal”, sentencia Zuppiroli.

Los niños de nadie

La etiqueta #Fueramenas - por el acrónimo de menores extranjeros no acompañados (menas)- ha sido tendencia en Twitter España en varias oportunidades este año, en particular cuando un titular denunció un supuesto acto criminal cometido por uno o varios de estos menores. Sea veraz o no esa información, para muchos resulta verosímil y eso es suficiente para generalizar, criminalizar y propagar sin pudor la retórica de racismo y xenofobia que gravita en internet hacia los miembros de este colectivo, que ha sido objeto de concentraciones, manifestaciones, abucheos e incluso actos de vandalismo contra los centros donde viven.

Por eso, la abogada y concejala del partido político Más Madrid, Maria Pilar Sánchez Álvarez, que ha trabajado por varios años en la defensa de los derechos de los niños y niñas, es una de las voces que intenta detener el calado del radicalismo. “Tienen exactamente los mismos derechos que el resto de la infancia en nuestro país; son una infancia vulnerable”, explica.

Y es así. El sistema que acoge a estos menores no solo tiene falencias, sino que en muchos aspectos resulta contradictorio: más que ayudarles a integrarse en la sociedad española, les sepulta psicológica, moral, jurídica y económicamente con procedimientos, dilaciones y limitantes. 

En términos de regularización, la tutela del Estado se convierte en el primer papel al que aspiran estos menores en el camino hacia la obtención de un permiso de residencia. O al menos, es lo que dibuja un mandato administrativo que según Ibrahim Rifi, periodista y educador social, no se llega a materializar. 

Uno de los primeros procedimientos del sistema de acogida es la identificación de los menores a través de pruebas fisonómicas y exámenes médicos para comprobar que realmente tienen menos de 18 años. No solo resultan invasivos, sino en muchos casos inexactos. “Estas pruebas no tienen en cuenta sus traumas y experiencias previas con respecto a lo que significa desnudarse o que le examinen de esa manera tan fuerte”,, afirma Rifi, quien advierte sobre la poca fiabilidad que ofrecen sus resultados: “Muchos son catalogados como menores y no lo son, o lo son y no se les clasifica como tal. La determinación de la edad es un problema muy grande”.

Posteriormente, son las comunidades autónomas las que se hacen responsables de la tutela a través de sus centros de protección o acogida. Según datos del Ministerio Fiscal a 2019, Andalucía, Cataluña y Melilla tienen la mayor concentración de menores, seguidas por el País Vasco, la Comunidad Valenciana, Ceuta, Madrid, Murcia y Canarias. En esta etapa se hacen evidentes otras fracturas del sistema.

La primera de ellas es la falta de redes de identificación y comunicación entre las comunidades autónomas, que obliga a que cada vez que los menores lleguen a un lugar nuevo deban someterse a los procesos iniciales. Luego está la saturación de los centros. “A pesar del esfuerzo de muchos profesionales, hay más niños que plazas”, revela Maria Pilar Sánchez Álvarez.

Mientras están tutelados, los niños confían en el sistema. Generan lazos de confianza, cercanía, afecto y relación con sus educadores. Sin embargo, eso finaliza tajantemente el día en que alcanzan la mayoría de edad. No tienen documentación que les permita trabajar, ni residencia, ni ingresos de un momento a otro. Es un salto a una situación de extraordinaria vulnerabilidad.

“Entonces tienes a un menor, extranjero, solo y sin familia, en un proceso bastante inicial de integración, que en muchos casos no domina la lengua ni se ha integrado. Sin papeles y en la calle. Esto es lo que causa los problemas que vienen después: delincuencia, drogadicción, violencia y exclusión social”, explica Rifi. “Si yo no tengo familia, ni papeles para trabajar, ¿de qué vivo? Esa es la pregunta para la que no tiene respuesta el sistema de tutela en España”, añade Sánchez.

Ismail lo sabe. “Me dieron un permiso de residencia que no tenía mucho valor ni sentido, porque no autorizaba a trabajar”, cuenta. Sin embargo, es un chico optimista y tiene en la voz el brillo de quienes sueñan con cambiar sus circunstancias. “Sabía que echaba agua en la arena pero insistía a ver si alguien me ayudaba a cambiar los papeles”. Finalmente lo consiguió.

Aunque las personas que le han dado la mano no son muchas, una de ellas lo contrató como empleado de hogar en su casa para poder cambiar la documentación. Actualmente trabaja como mediador social con migrantes, un oficio que afirma le sirve “para no olvidar de dónde viene y para qué ha venido”.

A finales de los años noventa, el músico francés Manu Chao lanzó su álbum Clandestino. En él se incluyó una canción homónima que retrata el escenario de los migrantes irregulares en Europa: “Para una ciudad del norte yo me fui a trabajar, mi vida la dejé entre Ceuta y Gibraltar, soy una raya en el mar, fantasma en la ciudad, mi vida va prohibida dice la autoridad”. Más de veinte años después esos versos aún resuenan.

Por: Santiago Sánchez / Anadolu

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