Escribía de espaldas a los redactores de planta y el equipo de prensa porque el trajín y la bulla lo desconcentraban. A pesar de esto, ejercía su autoridad tutorial sin atisbos de duda o solemnidades: cada sugerencia era atendida y cada consejo seguido al pie de la letra. Tenía un olfato agudo para la noticia y el talante y sensatez para escribir cada día, en sus cuarenta años como director, el editorial de El Espectador. En este tiempo enfrentó con valentía enemigos declarados, y con serenidad imprevistos cotidianos, a éstos los sorteaba con los años y la experiencia de periodista curtido, y a aquellos, quienes sentían que el diario era una piedra en su zapato, los mantuvo a raya, los enfrentó con la única arma que sabía utilizar, y que su familia había hecho y continúa haciendo: la verdad. La verdad de las palabras.
A muchos les sorprendió su pronta llegada a la dirección, aunque no fue extraña, pues su abuelo Gabriel –el patriarca, según cuenta Gabo– Cano, se había retirado de la dirección y deseaba que su estirpe antioqueña continuase en la dirección del diario. Así ocurrió, Guillermo Cano, que había escrito sus primeras líneas como comentarista taurino y en notas ligeras (en los que se auguraba un gran futuro) pasó de las pequeñas a las grandes ligas, del trajín de cierre a la decisión de la nota, a ser la cabeza en medio de una verdadera escuela del periodismo que era El Espectador: Eduardo Zalamea Borda (Ulises), Gonzalo González, José Salgar, Darío Bautista, Felipe González Toledo. Y el joven García Márquez, a quien Cano contrató en medio de favores debidos y acuerdos con Álvaro Mutis a inicios de 1954.
Al trajín de la noticia se sumaba la escasez de recursos económicos, pues si bien el diario había sido fundado en 1887 y a mediados de siglo era toda una institución del periodismo en el país, no gozó siempre de una situación financiera que hiciera las cosas más cómodas y llevaderas. Contrario a El Tiempo, que siempre fue una empresa que anduvo sobre ruedas y sin trastabillar, con estupendas instalaciones, imprentas de última generación, y claro, con una nómina de lujo: Enrique Santos, Klim y su hermano, Eduardo Caballero, y Alberto Lleras, entre otros. La sede de El Espectador quedaba sobre la avenida Jiménez de Quesada, cerca al hoy renovado Hotel Continental. Se decía que las máquinas de imprenta que había allí eran las que la familia Santos dejaba en desuso, y su tiraje no superaba los cinco mil ejemplares. No por eso dejaba de ser leído en todos los círculos de la ciudad: los lustradores de zapatos del centro de la ciudad atendían a razón de embolada y lectura completa del diario, en los cafés su vistazo era turnado, en las oficinas la hora del café o del almuerzo se pasaba leyéndolo. Con artilugios de última hora el joven director lograba mantener a flote el diario de la familia.
Guillermo Cano pasó a ser la cabeza en medio de una verdadera escuela del periodismo que era El Espectador: Eduardo Zalamea Borda (Ulises), Gonzalo González, José Salgar, Darío Bautista y Felipe González Toledo.
Un momento estelar fue la serie de reportajes que García Márquez escribió en 1954 sobre la historia de un militar naval cuyo naufragio fue noticia en todo el país. La idea inicial era que apareciera en trece o catorce capítulos, una serie como las los novelitas ingleses del siglo XIX, al estilo de Charles Dickens. En la cuarta entrega el diario no se conseguía en Bogotá. Se duplicó el tiraje pues habían personas que dormían en la sede del periódico esperando ansiosos la continuación de la historia del naufrago y rapaban como cualquier ladronzuelo cualquier ejemplar descuidado. Este episodio fue toda una sensación que sacó a la ciudad de la rutina diaria.
De las diferentes luchas que enfrentó como director, la más dura tuvo lugar en los años setenta y ochenta, en medio de la vorágine criminal del creciente narcotráfico en Colombia. Fue él quien con su instinto y su implacable memoria desenmascaró a Pablo Escobar en 1983, cuando figuraba en la segunda lista de la Cámara de Representantes por Antioquia. “Esa cara la he visto en algún lado”, dijo en un cóctel al que asistió y vio de improviso al futuro capo del Cartel de Medellín. Fue hasta la sede del diario, buscó en los archivos hasta encontrar una nota publicada que mencionaba la captura de Escobar como líder de una pandilla de pequeños traficantes en Envigado en 1977. Ese fue el inició de una lucha feroz que dio sin desfallecer, altiva y testarudamente, hasta que hoy, hace 25 años fue asesinado en Bogotá.
Cano contrató a Gabriel García Márquez por acuerdos con Álvaro Mutis a inicios de 1954.
Queda su ejemplo, sus editoriales, en los que reclamaba por los principios de un país respetuoso de las diferencias y defensor de la libertad y la vida de los ciudadanos. Quizás por eso lo mataron: por enfrentar los problemas. Porque fue un valiente en un mundo de cobardes. Un lúcido en medio de la insensatez y la descomposición de un país.