Los ataúdes de Toño Ungar

Dom, 21/11/2010 - 03:49
Si en Cien años de soledad la primera frase marca el ritmo de la historia, en Tres ataúdes blancos –la novela de Antonio Ungar que ganó el Premio Herralde, uno de los más prest
Si en Cien años de soledad la primera frase marca el ritmo de la historia, en Tres ataúdes blancos –la novela de Antonio Ungar que ganó el Premio Herralde, uno de los más prestigiosos en español–, la primera imagen el lector no puede despejarla de su cabeza: a las doce en punto de una mañana cualquiera, un joven vestido con camiseta naranja se pasea por el restaurante italiano Forza Garibaldi, se acerca a la mesa en la que Pedro Akira, presidente del senado de un país imaginario llamado Miranda, almuerza canelones en salsa napolitana y, con voz modulada, le dice al oído sólo dos palabras: Tome malparido, antes de reventarle tres disparos en la cabeza, “cabeza que fue a dar con ojos muy abiertos al plato de canelones”. En el resto del mundo, esta imagen recuerda la escena de El Padrino, cuando Woltz, aquel magnate de Hollywood que no quiso cooperar con Vito Corleone, se despierta entre sabanas ensangrentadas por la cabeza decapitada de su caballo de carreras favorito. Pero en Colombia, esta imagen tiene un claro nexo con la crueldad de los paramilitares y su método de intimidación al poner las cabezas de sus víctimas sobre astas en las plazas de los pueblos, como si fueran banderas. La Colombia sanguinaria de los paramilitares. De eso se trata esta novela que editorial Anagrama presenta como “una sátira política sobre América Latina”. Ungar asegura que “la tarea de cada lector consistirá en establecer los parecidos y las diferencias entre su propio país de origen y esta caricatura de la realidad”. Así, la lectura que yo tengo de esta novela es la de una crítica feroz al paramilitarismo colombiano y, en su camino, a Álvaro Uribe. Tres ataúdes blancos es la historia de un presidente obsesionado por el poder, controlador, intolerante, paranoico, de extrema derecha y muy cercano a un cartel del narcotráfico. Y es, también, acerca de un partido de oposición anacrónico, desorganizado, corrupto, inepto y sin visión de futuro. En la mirada universal del arte, cada quien entenderá esta novela a su manera. ¡Pero, vamos, que blanco es gallina y lo pone! A partir de la primera escena de la cabeza de un senador bañada en canelones, la catarata de imágenes a continuación nos lleva a la de un hombre común y simplón, vestido con pijama a cuadros que camina a pleno mediodía desde su casa a la panadería en busca del desayuno, mientras su papá lo espera, envuelto en cobijas, convertido en estatua de mármol parlante que recuerda uno a uno los últimos asesinatos de futbolistas que meten autogoles o de precandidatos a la presidencia de Miranda. Dos personajes tan nacionales y surreales como la chocolatina Jet o la Pony Malta. Cuando conoció su triunfo, Antonio Ungar estaba, junto a un grupo de escritores colombianos, en el Belles Étrangères, un festival literario maratónico que tiene más de veinte eventos en diez días y siete ciudades. Ese ritmo obliga a los escritores a dormir cada noche en un hotel distinto y realizar por lo menos dos eventos al día. El 8 de noviembre voló de París a Barcelona para participar en la rueda de prensa del premio Herralde, a la que son invitados los tres o cuatro finalistas. La idea es que durante esta ceremonia se anuncia el fallo. Pero este año no hubo finalistas. Antonio Ungar se enteró que él era el ganador justo en la mitad de la rueda de prensa. Antonio Ungar es Toño. Así lo llamo desde que lo conocí hace siete años en el apartamento catalán de nuestro mutuo amigo, el escritor Sergio Álvarez. Toño es tímido y con frecuencia se encarcela en su apartamento para dedicarse a la escritura, desaparecido del resto del mundo por meses. No se parece en eso a su abuela Lily, quien, a sus noventa y tantos, no deja de visitar su negocio a diario. Ella se enteró por medio de la prensa del premio de su nieto, y de inmediato le escribió un correo manifestándole su orgullo y alegría. Toño lamenta no haber hablado con su abuela ni por teléfono. Doña Lily Bleier es la dueña de la Librería Central, hoy día en la calle 94, un referente obligado de la cultura bogotana. Su marido, Hans Ungar, el austríaco que corrió hasta Colombia en su huida de la segunda guerra mundial –su familia murió gaseada en Auschwitz–, era conocido en el país como El papá de los libreros. También fue empresario de cine móvil y se dio la mano con Botero, Obregón y Grau, cuando no eran más que unos pintores ilusos que suplicaban para que les permitiera exponer sus cuadros en El callejón, la galería de arte que el viejo Ungar conservó por años en el centro de Bogotá. Lily Bleier, la abuela de Antonio Ungar, es la dueña de la Librería Central, en la calle 94. "Qué sería de mí sin libros", expresó alguna vez. Una frase que hoy bien podría repetir su nieto. Tenía tantos libros aquel Ungar –más de 26.000 títulos, algunos incunables– que el reconocido arquitecto Fernando Martínez Sanabria le construyó la casa alrededor de la biblioteca. Con toda esta herencia intelectual, ¿tenía Toño Ungar alguna otra opción diferente a la de ser escritor? Es cierto que hace mucho tiempo él trató de hacerle el quite a su destino. Su abuelo fue cofundador de la Universidad de los Andes, pero Ungar se matriculó en la Universidad Nacional y estudió arquitectura. Pero, por fortuna para la literatura, este árbol torcido se enderezó y Ungar hizo lo que hoy nos tiene hablando sobre él. Toño quedó huérfano de papá cuando era muy pequeño. Este dolor lo narra en uno de sus cuentos de Trece circos comunes, su primer libro. Más allá de lo que allí cuenta, su carácter silencioso, ensimismado y distraído remite a esa sensibilidad, así como la carretada de personajes irreales que evocan a un niño solitario en un mundo repleto de seres imaginarios. Pero quizá la característica que más habla de él es como yuxtapone sus ideas en una narrativa desordenada en apariencia, como si escribiera con dislexia. Toño es como su obra: pareciera que su cabeza siempre está en otra parte, que mientras uno habla con él está pensando en mil cosas diferentes. Da esa idea. Él ha dicho que su metabolismo es lento y que necesita tiempo para procesar sus pensamientos. En tal sentido, Toño es como los dragones de Komodo, que cuando cenan búfalo necesitan un mes entero para digerirlo. Arquitecto, mesero, urbanista, periodista, repartidor de correo, asistente social, traductor, diseñador gráfico. Parece que le siguiera los pasos al escritor Roberto Bolaño, quien también abundó en oficios. Hace algún tiempo contestó una entrevista donde afirmó que, por profesión, sólo le interesa seguir escribiendo, y reírse por hobby. También dijo que era especialista en decir mentiras, comentario nada original si lo dice un escritor, y que “he viajado y leído todo lo que he podido, he tratado de disfrutar lo más posible, he sufrido lo de rigor, he buscado gente parecida a mí”. Una de esas personas parecidas a él le apostó a su nombre mucho tiempo antes de que una enfermedad hepática se lo llevara de este mundo. Roberto Bolaño, el referente más importante de la literatura latinoamericana contemporánea, afirmó en su famoso discurso de Sevilla que Ungar era uno de los escritores a tener en cuenta en el futuro próximo. Ungar y Bolaño se conocieron cuando ambos vivían en Barcelona, luego de que ambos hubieran vivido en Ciudad de México. Ungar era una promesa de la literatura colombiana hasta que ganó el premio Herralde. Su nombre ahora se suma al de los grandes: el propio Bolaño –otra vez se asoma en su vida–, pero también Juan Villoro, Álvaro Pombo, Sergio Pitol y hasta Enrique Vila-Matas. Pero, ¿de dónde viene esta novela? ¿Cuál es la historia detrás de Tres ataúdes blancos? Hace unos años, Ungar se fue a Israel siguiendo a un amor. Fue allí, en Jaffa, donde escribió esta novela durante tres años. Luego la corrigió en Bogotá. Esto al menos es su respuesta cuando se le pregunta que cuánto tiempo le tomó escribirla. Pero los escritores no escriben novelas cuando teclean frente a un computador. En realidad, en ese momento transcriben lo que vienen macerando de tiempo atrás. En este caso, Ungar tuvo durante cinco años la idea de Tres ataúdes blancos revolcándole la cabeza hasta que, viviendo en Israel, para él fue clara la necesidad de escribir textos cortos y preparatorios “sobre una sátira a la política latinoamericana y a sus políticos”, de quienes opina, como le he escuchado decir más de una vez, que “son en su gran mayoría patéticos, además de ser unos criminales, que se toman siempre demasiado en serio”, una frase preñada de realidad nacional, porque no sólo Álvaro Uribe se cree un mesías, sino que cada político de este país actúa convencido de su función misional. La llegada a Jaffa ayudó a anidar la escritura de esta novela al tratarse de una comunidad pequeña y cómoda. Para entonces, Ungar contaba con un ingreso fijo como blogista de la revista Semana. Tenía algo en su contra, pero a favor de la literatura, que lo obligó a escribir: no hablaba ni hebreo ni árabe. “El hecho de estar muy lejos de Latinoamérica en una realidad tan distinta también me ayudó para ver con la suficiente distancia lo que pasa por aquí”, me contó con posterioridad. Justo en los años antes de viajar a Israel se dedicó a leer sobre los políticos de nuestros países y sobre nuestra historia reciente. Al escribir en un entorno que le era ajeno por completo, mientras escribía esta novela daba cuenta de las noticias en los periódicos de la región y jugaba con el texto borrador a inventarse posibles desenlaces de noticias que estaban en desarrollo. Ungar tiene por regla no leer nada sobre el tema del que escribe mientras trabaja en un cuento o una novela. Lo hace con antelación. Es por eso que ahora está enfrascado en la lectura del tema de la novela que viene en curso. ¿La guerra entre palestinos y judíos que vivió tan de cerca influyó en la escritura de esta novela? Toño es enfático al afirmar que no: “La guerra Palestina-Israel es distinta a la colombiana. Allá, además de por la tierra, se matan por el origen étnico y religioso. Coincide con la colombiana en que el tema de la tierra es fundamental. En ese sentido, los palestinos son como los desplazados colombianos, que han perdido sus casas, sus cultivos, todas sus posesiones, su trabajo y, casi siempre, a más de un miembro de su familia. Es muy poco lo que tienen que perder cuando se plantean si deben luchar por lo que les pertenece”. Resulta por demás irónico que Ungar escribiera esta novela sobre la crueldad paramilitar en el momento en que a su vida volvió el amor. Fue en Estados Unidos donde conoció a su actual esposa –ambos hicieron parte de la prestigiosa Residencia de Escritores de la Universidad de Iowa–, una palestina maravillosa, de cuerpo menudo, melena acaracolada, rasgos mediterráneos y una mirada tan dulce que invoca confianza. Ella acaba de parir a su segundo hijo, a quien dedica esta novela. Esta mujer, de nombre Zahiye, es una importante y muy reconocida novelista palestina. Con ella, según sus propias palabras, “se entiende en todos los niveles de la existencia”. El resultado de ese encuentro fue “una gran calma espiritual y una gran alegría”, sin las que no hubiera podido vertebrar la disciplina y la fuerza que demandó la escritura de este libro. “Escribí el primer borrador de la novela exactamente durante los nueve meses de embarazo de mi primer hijo, y ver crecer cada día esa barriga me llenó de la energía que alimentó este libro. La tremenda violencia que describo en él necesitaba de mucha fuerza vital y mucho optimismo para poderse contar sin desfallecer en el intento”. Antonio Ungar tiene una visión dura –por lo real– sobre nuestro país: “Creo que Colombia tiene futuro siempre y cuando los poderosos se den cuenta de que el país solamente es viable si ceden el control absoluto que en este momento detentan sobre las riquezas y el territorio; siempre y cuando no se empeñen más en basar su poder en la existencia de un pueblo miserable, oprimido, ignorante y mal informado. Un país en el que 60% de la población vive en la pobreza absoluta, como el nuestro, no es un país viable. El problema es que los poderosos de este país han establecido su riqueza por la vía de las armas y de la ilegalidad, y hacerlos ceder parte de ese poder será tarea muy difícil, si no imposible”.
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