Los timadores de la Pasión de Cristo

Jue, 05/04/2012 - 12:30
Cuando los soldados romanos subieron a Cristo a la cruz, clavado de pies y manos, con una corona de espinas, que le hizo sangrar la frente, y una herida al costado hecha

Cuando los soldados romanos subieron a Cristo a la cruz, clavado de pies y manos, con una corona de espinas, que le hizo sangrar la frente, y una herida al costado hecha por una lanza, le pusieron un letrero arriba de la cabeza con las letras INRI, Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos. Este es, tal vez, el ejemplo más extremo de humor negro que ha producido el género humano: un pobre hombre, flaco y demacrado, crucificado entre los ladrones comunes, con una corona en la cabeza, como todo rey se merece.

La Pasión de Cristo, su dolor, que se rememora el Viernes Santo, es sin duda el símbolo más impresionante de todo el cristianismo. Su fuerza radica en lo mucho que nos cuesta entender que alguien se sacrifique por alguien más sin recibir nada a cambio, sin protestar, y que alguien más pueda burlarse de ese dolor, como se burlaron los romanos con la corona y el letrero.

De ese modo, el hecho más importante de toda la historia de Occidente, el que ha tenido consecuencias más extremas y duraderas, el que ha justificado la piedad y el asesinato por más de dos mil años, sea producto de la conjunción entre el sufrimiento y la burla, entre la tragedia y la comedia, las únicas dos maneras que tenemos de catalogar un episodio cualquiera de la vida humana, las únicas dos maneras en que, como ya Aristóteles había anunciado, son: el chiste y el dolor.

Una de las formas quizá más extravagantes, pero también más dicientes de lo mucho que impresionó a la humanidad ese episodio, fue la de la manifestación de las llagas de Cristo en los cuerpos de monjes y monjas alrededor del mundo a través de los siglos. El caso más representativo de todos ellos es, sin duda, el de la Monja de Lisboa, María de la Visitación, que vivió en Portugal, en el siglo XVI, cuando Felipe II, rey de España, mantenía el control de toda la península ibérica.

Ya desde mucho tiempo atrás habían existido varios casos de religiosos que, a través de la contemplación mística y de la privación de las necesidades corporales esenciales, habían recibido el máximo signo de gracia de Cristo: participar de su sufrimiento, llaga por llaga. El más célebre de esos elegidos fue San Francisco de Asís, pero no fue el primero. Ya la Beata María de Oignies había sufrido los estigmas en el siglo XII, quien inició una tradición de estigmatizados que alcanza los miles, y de los que la Iglesia ha considerado genuinos a casi 250, declarados santos o en proceso de serlo. Aunque algunos en la lista son hombres, la gran mayoría son mujeres, y los más recientes de ellos, como el padre croata Zlatko Sudac, están vivos, o como Natuzza Evolo, fallecida en 2009.

El siglo XII fue el momento donde más timadores quisieron santificarse a nombre de heridas falsas y encuentros divinos ficticios.

Aunque creamos o no en la posibilidad de un genuino y verdadero caso de estigmatizados, la Iglesia sí lo cree, y tiene un largo proceso de estudios científicos y de fe para probar cada caso. Como resultado de esos estudios, muchos se han demostrado como falsos, y en esa situación, por lo general, los embusteros han confesado todos sus ardides. Esos casos, los falsos estigmatizados son, sin duda, los más interesantes, porque en ellos, a diferencia de los avalados por la Iglesia, sí tenemos todos los datos necesarios para intentar entender qué sucede en la cabeza de estas monjas visionarias, como el historiador Fernández Luzón, entre otros, expresó qué pasaba en la cabeza de María de la Visitación, la Monja de Lisboa.

Desde muy temprano en su vida, María de la Visitación, hija de ricos nobles portugueses, se sintió atraída por la vida monacal y el sufrimiento en honor a Cristo. Por eso, desde el primer día de su clausura, María se dio con emoción al ayuno, a la privación de todo contacto humano, y al castigo de sus carnes, todavía no del todo inexistentes. Tales renuncias, para evitar que las monjas se mueran, se hacen por pasos, y María de la Visitación alcanzó en pocos meses algo que muchas monjas no solían alcanzar en años.

El segundo paso del ayuno, que se hace por días, es la llamada anorexia sagrada, consistente en alimentarse sólo de la hostia que el Padre les ofrece los domingos, una práctica generalizada en Europa sobre todo en esa época, pero también en el siglo XX, como es el caso de Santa Teresa Neuman, una alemana de principios de siglo XX beatificada hace poco.

Poco tiempo después, María de la Visitación empezó a tener visiones místicas en que veía a Cristo, y como tantas otras monjas antes que ella, se desposaba con él, sus cuerpos uniéndose por completo. Las llagas, como era de esperarse, no demoraron en aparecer. La primera reacción de la priora y de las hermanas fue de escepticismo, porque el siglo XVI fue tal vez el siglo con más falsas estigmatizadas. Sin embargo, algo las despistó: María escondía sus llagas, inventaba excusas cuando su hábito se manchaba de sangre y culpaba a alguna hermana, de poca perseverancia, cuando manifestaba que no había logrado sacar la sangre del hábito tras horas de restregarlo en la alberca.

Entonces, las monjas creyeron en ella, y así también lo hicieron varios abades y obispos que, enviados por la Inquisición, fueron a Lisboa a constatar la veracidad de sus llagas. Fray Luis de Granada, uno de los padres más sabios de la Iglesia, y uno de los mejores escritores de su época, dicho sea de paso, escribió sobre su visita a María:

“Por tanto, nadie no tenga por increíbles los favores que Él hizo a esta virgen, de que después se trata, porque de tales principios tales efectos se suelen seguir, y de tales oraciones acompañadas con tales azotes nadie puede decir que sean ruegos secos pues van teñidos con sangre y con la mortificación de la carne”.

Monjas como María de la Visitación, conocida como la monja de Lisboa, fue uno de los grandes fraudes de la iglesia católica.

Las llagas de Cristo generaron en la Iglesia una serie de personajes que buscaron imitarlas, cortándose con cuchillos o pintándose el cuerpo. Sin embargo, la Iglesia las considera como verdaderas manifestaciones de la divinidad.

A los 35 años, María era la monja más famosa de Europa, y la más poderosa en su país. La Inquisición y el Vaticano se habían mostrado diligentes en avalar su santidad, decisión, como siempre, más política que otra cosa: unas décadas antes, Martín Lutero había pegado sus tesis en la puerta de la Iglesia del Palacio de Wittenberg, y había desencadenado la revolución protestante. En menos de treinta años, la Iglesia católica había perdido a casi la mitad de sus feligreses, y necesitaba de manera urgente una figura capaz de reunirlos de nuevo y conducirlos de vuelta a la verdadera fe.

La Monja de Lisboa era una herramienta política, paradójicamente, hasta que decidió inmiscuirse en los asuntos políticos de su país. Consciente de su poder, anunció en público su desacuerdo con el reino de Felipe II sobre Portugal, corona que le pertenecía a la familia de Braganza.

Ante la conmoción que generó, al despertar el sentimiento patriótico de medio Portugal, con su heredero genuino al trono exiliado en Inglaterra, protegido por la reina Isabel, la mayor enemiga del Vaticano, el Papa decidió que la Monja había hecho suficientes milagros. Convocada de nuevo ante la Inquisición, dispuesta a dar su testimonio de siempre, María fue sorprendida por dos encargados que la desnudaron en vez de interrogarla, y con un estropajo restregaron sus llagas hasta que cayeron, diluidas sobre las piedras del piso. Entonces la monja cayó también, destruida, e imploró perdón.

Las llagas de la corona y el costado se las hacía de noche con un cuchillo. Las de los pies y las manos se las había pintado. No lo había hecho por honrar al demonio, sino por honrar a Dios, por ser una monja ejemplar, que convocara a miles de fieles a su alrededor, para gloria de la Iglesia, y no de ella. Los obispos no la escucharon, porque para entonces, con la Contrarreforma en marcha, ya no la necesitaban. La condenaron al encierro vitalicio y al silencio total, a comer del suelo los sobrados de la semana de sus hermanas, quienes al entrar al refectorio tenían que pisarla, tres veces al día, una por una.

Cristo no le había atribuido su dolor a la Monja de Lisboa, pero ella se lo había atribuido a sí misma, y su anorexia era real, y sus suplicios eran reales, y la sangre de algunas de sus llagas era real también. ¿Cuál es, en realidad, la diferencia?

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