Fotos: Rafael Manosalva
José Luis Villa ha visto crecer a todos los árboles del Country Club de Bogotá. Cuando se hizo socio del club, en 1952, su casillero separaba los de Julio César Turbay y Alberto Lleras Camargo. Nació en Belmira, Antioquia, hace 95 años. Es el segundo socio más antiguo del club, y uno de los pocos que lo conoció cuando no era más que un terreno baldío.
La primera vez que Villa, conocido como “el Paisa”, entró al Country Club, sintió que estaba en una de las siete maravillas de mundo, ante los Jardines Colgantes de Babilonia. Fue en un baile. Nunca había visto nada tan fastuoso y decidió que tenía que hacerse socio como fuera. Un comerciante belga le compró la acción. Pero no todo fue fácil: la sociedad bogotana de la época, elitista y cerrada, lo veía como un judío peligroso, como un campesino intruso. Para ser aceptado, necesitó de dos votaciones y de la ayuda de dos amigos antioqueños que formaban parte de la junta del club.
Calentándose sus manos ajadas, marchitas, cuenta que al principio nadie lo saludaba. Él, sin embargo,se sentía dueño de la campiña inglesa entera. Se pasaba el tiempo jugando con sus hijos sin importarle lo que pensaran de él. Había llegado a la capital en 1942 sin un peso en el bolsillo y sin haber terminado sus estudios en un seminario de curas bretones que le enseñaron a cantar la Marsellesa antes que el himno de Colombia. Cuando llegó a Bogotá, lo contrataron como encargado de cartera de una empresa de carne. Eran los tiempos de la segunda guerra mundial y Bogotá era una ciudad envuelta en la niebla, más pegada al cielo que a la tierra.
Desde que llegó a la capital ha tratado en vano de quitarse su acento paisa. Tiene una voz que parece enredarse en los mechones de su barba de general del Ejército austrohúngaro. Envolviéndose en el cuello una bufanda de cuadros cafés, dice que se ha ganado el cariño de todo el mundo porque no distingue clases ni escalafones. Saluda a todos por igual, incluso a los que no le hablan. Así, poco a poco,se hizo amigo de la gente. Se casó bien casado con Lucía Vergara Abadía, nieta del ex presidente Miguel Abadía Méndez. Dice que era una belleza, pero da mucha cantaleta y por eso Villa huye de la casa cada vez que puede.
Por puro esnobismo, por creído, decidió volverse golfista. Se enorgullece de ser el primero y acaso el único que se ha puesto unos jeans para jugar. Por hacerlo, se ganó el apodo de Pancho Villa. Ha jugado con varios políticos y ex presidentes. Recuerda que Alfonso López era un ser noble y amigable que se convertía en una fiera cuando entraba al campo de golf. Le quería ganar a todos y, según el paisa, nunca podía. Era mal jugador y el peor perdedor. Pero en cuanto salía del campo se calmaba. La última vez que lo vio, López Michelsen se estaba comiendo una papa salada y una gaseosa. Ese día le pidió a Villa que lo acompañara. López lo tomó de brazo. Caminaba con dificultad y respiraba agitado. Para esquivar todas las escaleras, pasaron al bar infantil. A los veinte días, López murió.
De Alberto Lleras Camargo, Villa dice que era muy malgeniado. “Jamás me saludó. Se creía el Coloso de Rodas”, afirma. La imagen que guarda de él es la de un hombre que vivía arrugando las cejas y resoplando incómodo. En especial se acuerda del día en que se escucharon unos disparos y todo el mundo creyó que se trataba de un atentado contra Lleras, que estaba jugando golf. Lo cierto fue que cerca del club había unos cazadores de tórtolas, quienes prendieron las alarmas con los tiros de sus escopetas. A la hora de calificar a Lleras como jugador de golf, Villa es implacable: “Era una ranga”.
Pero Villa también fue un mal golfista. Un amigo le decía que cuando cogía un palo de golf, se le salía el ancestro del azadón. “Menos mal ya no juego. Nunca me gustó. Jugaba por charlar, por tomarme unos tragos, hablar de viejas y dármelas de café con leche”. Lo dice con esa franqueza propia de los ancianos que están más allá del bien y del mal. Hace cinco años no toca un palo de golf. Lo que en verdad le gustan son los caballos, no los de paso sino los comunes y corrientes. Tiene 16. Cuando no está en el club es porque se encuentra en su finca, a las afueras de Facatativá.
Villa ha hecho de todo. Trabajó en un almacén de artículos importados de Bremen, Alemania, fue vendedor del año de automóviles Ford a finales de los años cincuenta, montó una bomba de gasolina, fue hacendado y propietario de una oficina de finca raíz. También fue actor. Protagonizó el primer comercial de Marlboro, en el que sólo tenía que prender un cigarrillo y soltar el humo haciendo cara de satisfacción. Actuó en comerciales de California y quesos Alpina; Incluso fue Papá Noel. Pero su mejor papel lo hizo en la película de 1972 Piú forte ragazzi, protagonizada por los conocidos humoristas Bud Spencer y Terence Hill.
Fotogramas de la película Piú forte ragazzi, en la que Villa actuó.
Villa estaba descansando en Girardot cuando un italiano se le acercó y le preguntó si quería actuar en una película. Aceptó de inmediato. Sus manos tiemblan cuando peina con ellas sus bigotes blancos y, en tono de broma, dice que su aspecto de playboy conquistó a los directores. Villa hacía el papel de un campesino que, en una suerte de granero, les vendía un avión destartalado a Spencer y Hill. Su aparición dura un minuto. Según cuenta el paisa, al terminar la escena el director le dijo emocionado: “¡Bello! ¡Bello!”.
De un momento a otro, Villa cambia de tema. Ahora dice que el club tiene muchos socios. Son mil quinientos, más los hijos y nietos, que suman cinco mil. Ya no existe la calma de antes. “¿Sabe quién era muy buena gente?”,pregunta, y responde: “Julio César Turbay”. Cuenta que no era tan sectario, y recuerda que en tiempos de la dictadura de Rojas Pinilla, cuando vigilaban a todo el mundo, Turbay solía meter por los bordes de los casilleros panfletos en contra del gobierno. Rojas Pinilla no era bien visto por los socios. Llegaba haciendo un alboroto ensordecedor de pitos y sirenas.
Los campos de golf están inundados por la lluvia. El club, dice Villa, está más desocupado que el cementerio de Harlington. Pero él no deja de ir. Siempre llega. Por donde pase, se oyen las voces que lo saludan: “Hola, paisita”, “Buenos días, don Paisa”, “Cómo va, doctor Villa”. Él responde con sonrisas, levantando apenas el brazo. Ahora camina hacia una mesa de la taberna de los vestieres con las manos entre los bolsillos. Recita una de sus frases preferidas, de Oscar Wilde: “¿Por qué será que el incienso incita al misticismo y el color violeta revive el recuerdo de amores idos? Canta un bolero y es secundado en los coros por un par de empleados. Se sienta, pide un tinto con Instacrem y le pone cuatro cucharadas de azúcar. Un mesero le advierte que le ha puesto el doble de dulce al café. Villa agacha la cabeza, se lleva la tasa a la boca, toma un sorbo largo y responde con desdén: “Bahh, está bueno”.


