Admitámoslo de una buena vez: las balas son la tinta de nuestra literatura. Los narcos y sus meretrices son nuestra inspiración, nuestra obsesión. Sus historias están en nuestras mesas de noche. En los stands de nuestras librerías. En los guiones de nuestras películas, en las telenovelas del horario tiple A. Nuestra cultura está impregnada de droga. Y como círculo vicioso, de ahí (parece) que no vamos a salir.
Es como si la fórmula del éxito consistiera en hablar una y otra vez del mismo tema: los mafiosos, su poder, su dinero, sus bacanales y sus excesos. Sus mujeres, sus armas, su afán de matar, su gloria y su declive. Y no es ficción: el narcotráfico corre por las venas de nuestra historia. No hay forma de negarlo, de olvidarlo. Pero me pregunto ¿no habrá espacio para algo más?
No lo niego, no tengo cómo negarlo: Nací y crecí en Medellín, la cuna de aquella pesadilla. Recuerdo perfectamente que, en las tardes y después de salir del colegio, mi mamá nos llevaba a mi hermana Verónica y a mí a un parque cercano a nuestra casa, y, apenas el sol empezaba a ocultarse, debíamos correr a ocultarnos también. Las noches debían vivirse detrás de las ventanas. Recuerdo que las compañeras del colegio, niñas de 7 y 8 años, decían que no podíamos tomar agua del grifo, pues “Pablo” había envenenado el agua de toda la ciudad. Recuerdo también la noche que estalló un petardo a tres o cuatro cuadras de la casa. Mis papás, mi hermana y yo corrimos por los corredores oscuros, muertos de miedo, y nos abrazamos, llorando, en la mitad de la sala, con ese sonido espantoso de la muerte vibrando en nuestros oídos. Yo no tenía más de 10 años. Y aún lo recuerdo, como si fuera ayer.
Lo recuerdo y lo lloro. Lo deploro. Pero me niego a creer que en nuestra literatura no haya historias que no terminen en una morgue o en una cárcel. Entiendo que hace 20 años necesitábamos saber qué estaba pasando, pues en nuestras calles nos estaban matando y no entendíamos nada. Pero hoy, en vez de narrar el dolor, de investigar, de esclarecer, de delatar, lo que estamos consumiendo son las historias de hombres y mujeres que gracias a la droga y a la muerte alcanzaron el éxito (o su propia interpretación de ello) para luego caer en la desgracia. ¿Acaso no es este el guión de todo aquello? ¿No resumí en las últimas tres líneas los libros que hemos leído en los 10 últimos años?
Estoy cansada de los Sapos, de los Capos, de las Reinas, de las Rosarios. De esos superhéroes que tratan de vendernos como si fueran los únicos íconos venerables de nuestra sociedad. Me cansé.
Quizás nuestro afán de recordar aquella época y nunca repetirla, se volvió una obsesión vulgar y morbosa por saber lo que ya sabemos contado de una y mil maneras distintas. Todos son protagonistas: los hermanos, las esposas, las amantes, los amigos y los enemigos. Todos nos venden sus historias, y todos se las compramos. Me pregunto ¿Qué sentirá una viuda, un huérfano, un familiar, cuando ve que el asesino del que aún llora es el protagonista de la historia, el que se lucra de su propio dolor?
Quisiera pensar que algún día llegaremos al hartazgo y otras historias serán nuestros best sellers. Quisiera pensar que algún día cambiaremos de personajes. Que la poesía, los cuentos, las novelas, los relatos volverán a nuestras bibliotecas. Quisiera pensarlo. Pero no sé cuántos más estarán tan cansados como yo, y, al contrario, estarán esperando la saga sangrienta del héroe de turno.
Cultura narca
Mié, 18/05/2011 - 07:21
Admitámoslo de una buena vez: las balas son la tinta de nuestra literatura. Los narcos y sus meretrices son nuestra inspiración, nuestra obsesión. Sus historias están en nuestras mesas de noche.