No hay que esperar claridad. La habilidad de comunicar algo de manera transparente, sin enredos, suele ser inviable en Colombia. Una conversación tiene que ser infértil y confusa para que mantenga el interés de los oyentes. Las palabras grandes son más importantes que las ideas buenas, pues nadie está interesado en entender sino en aparentar comprensión. No importa qué se dice: importa que suene a pétalos perfumados en una vasija de oro con incrustaciones de marfil. Pero sobre todo, importa que la vasija sea grande y brillante, que ciegue a todo aquel que la mire directamente, que ocupe todo el centro de la mesa y no permita el intercambio visual entre los interlocutores.
Las palabras claras disgustan porque son contundentes. Las palabras confusas satisfacen porque son ligeras, tan ligeras como las mentes a las que complacen con su vaguedad.
No hay que esperar brevedad. La virtud de decir mucho con poco suele ser tan escasa como socialmente inconveniente en Colombia. Una intervención tiene que ser extensa e imprecisa para que cautive, y un brote de ironía no intencional ―¿puede llamarse ironía si no es intencional?― corona su parodia: «En resumen», «Para no extenderme», «En pocas palabras» son expresiones que cierran un monólogo eterno y anticipan el siguiente. Al final, la discusión sobre la pertinencia de abolir los discursos largos y las divagaciones conceptuales innecesarias puede tomar toda la noche.
Las intervenciones breves son chocantes porque son claras. Los discursos extensos son complacientes porque aletargan. Una persona adormecida no debate ni contradice, solo parpadea repetidamente y babea sobre la corbata.
[caption id="attachment_321012" align="alignnone" width="540" caption="Dima Rebus"]
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