Sin prohibiciones no hay erotismo ni pornografía

Vie, 12/07/2013 - 01:01
Siempre intuí que algunos rincones de Bogotá gozaban de una inusual conexión con el averno, templos atestados por la lujuria, por el placer, lugares lupanarescos y frívolos, habitados por infausto
Siempre intuí que algunos rincones de Bogotá gozaban de una inusual conexión con el averno, templos atestados por la lujuria, por el placer, lugares lupanarescos y frívolos, habitados por infaustos, curiosos, adolescentes en plena pubertad, o aún, por veteranos a los cuales los cocteles de fármacos ricos en ibuprofeno, no les impedía recuperar esa sensación de riesgo que produce un actuar políticamente incorrecto. Me refiero al cine porno. Durante un tiempo me aparté por completo de las salas de cine convencional, era realmente desesperante entrar a una “première” y sentarme al lado de pequeños prototipos posesos por William Vinasco y Javier Hernández Bonett, en ocasiones cuando no estaba el narrador de la película, me encontraban con grupos de oficinistas que hacían bromas entre ellos, o con los niños que usaban las sillas de la sala como saltarín. No debemos olvidar que ése paisaje cinéfilo se nutre además de momentos emotivos con los que el cuerpo reacciona, dicho ecosistema se manifiesta comúnmente con risas, llanto, nostalgia, razón que colmó mi paciencia y terminó por alejarme definitivamente de las salas de cine convencional. Cansado de las princesas y los sapos de Disney, decidí romper los esquemas, superar el tabú y emancipar ese instinto que siente gran parte de la sociedad contra el estigmatizado ‘cine porno’.  Visitar un teatro de cine porno, aparte de ser pecaminoso y grotesco ante la vista del Procurador, también era un acto intrépido que implicaba llevarle la contraria a mi abuelo, quien pacientemente me educó con el Manual de Carreño, pero como dijo Georges Bataille: “Sin prohibiciones no hay erotismo”, me tragué el miedo y caminé hasta la séptima con veinticuatro, en pleno centro de la capital. Pasadas las cinco y media de la tarde, la carrera Séptima recibía pequeños grupos de universitarios, empleados, haraganes y algunos vendedores ambulantes. El Teatro Esmeralda Pussycat es prácticamente el único cine porno que sobrevive en Bogotá (luego de la llegada de la Internet, aun así tiene abiertas sus puertas al público). Crucé la acera y mientras me acercaba tímidamente, observé sobre el piso del teatro la imagen de una gata bípeda, antropomorfa, de curvas sensuales, con liguero, sujetando un cigarro mientras mira coquetamente a los asistentes; era evidente, sentí una vergüenza indescriptible, atisbaba frecuentemente para evitar ser descubierto por algún conocido, pero también sabía que al quedarme afuera mientras resolvía si entraba o no, corría el riesgo de ser sorprendido. Porno Ingresé, observé rápidamente el lugar y descubrí que el Teatro Esmeralda Pussycat -al igual que los teatros convencionales-, tenía una lista de películas en cartelera, las funciones del día eran: Helga, la vida íntima de una mujer, Lujuria en la finca de mi amá, Cuando las colegialas crecen, y Donde hay diablillas hay diabluras. Me acerqué a la taquilla y fui atendido por una mujer, me miró con malicia, le dije cual película iba a ver tratando de evitar el contacto visual mientras le entregaba los $ 7000,00 pesos que costaba la entrada a la función, recibí con mi mano helada el boleto y con una sonrisa la taquillera me dijo: “usted no tiene cara de pícaro”. Avancé hacia la sala, todo estaba oscuro, la única iluminación del lugar se obtenía de la pantalla que proyectaba la zona pélvica de un grupo de mujeres tomando una ducha, busqué un asiento en la antepenúltima fila para evitar interrumpir y me repantigué tanto como puede, recordando las palabras de mi profesor de Teoría del Estado hace unos años: “cuando la violación es inminente, relájese y disfrute”. "The Dreamers" Aparentemente la película no era tan básica como lo temía, no se trataba de un repartidor de pizza, o de un plomero que llegaba a reparar el ducto de la cocina, mientras la dueña de casa en falda le entregaba las herramientas para sucumbir en el deseo a los pocos minutos. Dicha historia se desarrollaba bajo el contexto de la crisis económica europea, la protagonista, una mujer de estilo moderno, de cabello castaño, ondulado, piel blanca y de contextura delgada, iba en busca de empleo por la ciudad, mientras era rodeada por muchos hombres que le ofrecían trabajo a cambio de sexo (ella no en todos los casos accedía). La primera parte de la película concluye, una luz tenue del teatro se enciende y nadie se pone de píe, efectivamente no estaba solo, en la primera fila se encontraba una pareja que aún con la luz encendida no dominaba su instinto impetuoso y ahíto de lujuria. A mi derecha, unas filas abajo veo tres hombres dispersos en distintos asientos, también solos, aparentemente entre los cuarenta y cincuenta años, a la izquierda observo dos mujeres, una encima de un hombre, mientras la otra parece disfrutar lo que su compañera hace. Las luces se apagan de nuevo y definitivamente se da inicio a lo que muchos en ésa sala querían observar, sin interés argumental alguno, una mujer imitando la postura de la maja desnuda de Goya, llama a sus amigos de preparatoria y dice estar ‘muy cachonda’; con una rutina ridículamente predecible, llega el momento del coito, la mujer es amarrada por un grupo de salvajes y en medio de gemidos, sudor, gritos y posturas solo dignas de acróbatas del Cirque du Soleil o de gimnastas olímpicos, van ahogando sus instintos carnales con escenas llenas de sexo bestial no aptas para hipsters asexuados. La función terminó y francamente no me incomodó, las escenas son el reflejo de la sencillez argumental del guionista, de un universo lleno de conceptos básicos, pero a su vez de un genio que conoce la simplicidad de la mente humana y que se limita a crear conversaciones con doble sentido, en donde la ironía o el sarcasmo inteligente no tienen espacio. Afuera están los buses, el ruido, el frío, el miedo, las personas que disfrutan su viernes bebiendo alcohol, las riñas, los transeúntes, los trancones, la esquizofrenia. Pienso por un instante y concluyo que cuando salga del teatro no me va dar esa vergüenza con la que entré, porque lo realmente mundano está afuera y no en ése mundo aterciopelado donde se intercambian tantas emociones que finalmente no destruyen la sociedad. Cruzo la puerta, tomo un taxi y me voy riéndome solo, mientras recuerdo mí noche en el Pussycat. Twitter: @David_Aramendiz
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