Una perdiz se ufanaba de escapar siempre a los cercos que le tendían los sabuesos. Dueña del bosque, envolataba a sus perseguidores volando corto de aquí para allá, camuflada entre el séquito de avichuchos que la escoltaba. Mas fatigados estos por tanto correr de un escondrijo al otro y por tanto sufrir penurias y malos tratos, decidieron aceptar las insinuaciones de los cazadores. Esperaron a que la suerte de la perdiz estuviera en sus manos, la marearon y la entregaron. Lista para el asador.
Hasta aquí la parodia de una fábula de Esopo. Quedan pendientes moraleja e ilustración. Moraleja, porque cada quien, según del lado donde esté situado, sacará sus propias conclusiones y lecciones después de abatida la apetitosa presa en que se había convertido “Alfonso Cano”, para Ejército y Policía. Por ejemplo: al fin recibió su merecido, los seguidores del ojo por ojo; estamos en el comienzo del fin, los Altos Mandos; es el golpe más importante en la historia contra la insurgencia, el Gobierno; ahora sí se firmará la paz, los ilusos; ahora sí se esfumó la paz, los del Polo; adiós a un mártir de la revolución, los chavistas; un duro revés para un hipotético intercambio humanitario, Colombianos y Colombianas por la Paz… Y así.
E igual queda pendiente, decía, la ilustración de este intento de fábula, porque la imagen del muerto nos la han mostrado hasta la saciedad, desde la culminación de la Operación Odiseo. No sé qué es lo que nos pasa a los integrantes de este circo romano que llamamos sociedad, que nos engolosinamos con la observación minuciosa de los cadáveres. Sea el de Osama Bin Laden, con un cráter de volcán donde antes hubo un ojo; sea el de Mohamed Gadafi apachurrado en su propia salmuera; sea el de Pablo Escobar con la panza al aire, espaturrado sobre un tejado; sea el de un descolorido Michael Jackson, el de un político en cámara ardiente, el de un faraón egipcio momificado. Sea el de la niña Omaira, a quien vimos morir frente a las cámaras, cuando la tragedia de Armero. Sea el de un anónimo, con la tapa del ataúd abierta para que los asistentes al velorio le tomen fotos a gusto. Necrodependencia podría llamarse, a lo mejor, tal atracción fatal.
Dicho esto, y volviendo a la muerte de “Cano”, creo identificarme con la sensación que en este momento tiene el colombiano del común: un fresquito como el que se siente cuando uno se quita un zapato que le aprieta. Eso son las Farc: una bota 34 en un pie 36. Lástima por quienes todavía piensan, o quieren pensar, que enterrarse en vida en la manigua, asolar poblaciones, secuestrar, boletear, fusilar compañeros, reclutar menores, servirles como esclavos a unos jefes que viven como reyes (como Reyes, Cano y el resto del Secretariado), padecer el machismo en su máxima expresión, pretender que el mundo se detuvo hace medio siglo cuando lo iban a cambiar y no pudieron, traficar con droga…, son opciones románticas para luchar por un país más equitativo e incluyente. No señores. Por este objetivo no se lucha atrincherados en la oscuridad de las selvas y, menos, escudados en el poder intimidatorio de las armas. Se lucha con argumentos, con trabajo y a plena luz del día. Lo que en buen castellano se diría: con los cojones dando la cara.
Me pregunto y pregunto: ¿Logró algo “Cano”, en sus treinta y pico años enmontado, sembrando minas, muertes, destrucción, terror y lágrimas? ¿Dejó una Colombia mejor? Qué existencia tan desperdiciada. Y tan indignamente terminada. Por donde pasaba, dejaba plumas. Primero fueron los libros –como dizque era ideólogo…–, la cobija térmica –como era el comandante…–, los computadores, el morral. Luego la barba para no reconocerse a sí mismo. Le siguieron la billetera, un fajo de billetes, la cédula, la compañera sentimental, el poco arroz que le quedaba. Y, por último, la mirada y la sonrisa: en la mesa de noche de su última guarida, los uniformados encontraron sus célebres anteojos de Manolo Gafotas y sus dientes de caja de sorpresas. Murió de a poquitos, pelado, a jirones se fue arrancando el plumaje. Y la vida.
Sin duda, haber dado de baja al jefe guerrillero fue lo mejor que pudo haber pasado a las Fuerzas Militares, al nuevo ministro de Defensa y, por sobre todo, al presidente Santos que con este verdadero positivo frena, por ahora, las críticas a la seguridad que iban cobrando fuerza en la opinión pública. También fue bueno para el expresidente Uribe, ya que durante su administración se iniciaron las acciones frontales contra los alzados en armas. Y también fue bueno para Gustavo Petro, puesto que el mensaje que reciben quienes desconfían de su próxima gestión en la alcaldía de Bogotá es que cambió de rumbo en el momento adecuado y de la manera adecuada, en bien de la democracia.
¿Fue bueno para Colombia? Está por verse, una vez superado el shock de la noticia. Son varias las perdices que esperan turno para desplegar su penacho en cualquier lugar de las montañas de Colombia. Al menos, eso es lo que piensa Esopo, escéptico como es.