“La educación es la vacuna contra la violencia”
Edward James Olmos
Tengo grandes dificultades para ver, entender o entusiasmarme delante de un partido de fútbol, esa clase de diversión me fue negada, me es ajena y esquiva; poco me gusta confesar tal debilidad para no incomodar con lo que parece ser una estrafalaria carencia. Con admiración (¿perplejidad?) observo como mis amigos, colegas, compañeros se concentran en este alborozo, los comprendo y hasta envidio las dichas que obtienen con este “inofensivo” divertimento.
Cuál no puede ser mi estupor cuando constato que esta común y sencilla diversión se convierte para algunos sujetos en peligrosa obsesión que es mortal para sus compañeros de pasión y juego, a quienes consideran adversarios y enemigos acérrimos por “militar” en filas de equipos futbolísticos que no son de su complacencia. No toleran esa diferencia, su lema: al equipo rival hay que vencerlo no solo en el campo de fútbol, sino además eliminarlo fuera de la cancha, así como a sus seguidores, perdón, a sus hinchas. ¿Será posible tanta pequeñez en un ser humano; que no avizore mejores formas de nutrir el tiempo y el cerebro sino en la contienda futbolística? Me cuesta pensarlo, imaginarlo. Y esto no es teoría ni advertencia sobre eventualidades hipotéticas y futuras, se trata, infortunadamente, de hechos reales. En lo último y reciente acaecido, el muy Canalla, así es su nombre de batalla, apuñaló a otro hincha por el pecado de no tener como equipo favorito al mismo de sus afectos. Canalla, sí un verdadero canalla, que luego de eliminar al contrincante se quejó de que las cuchilladas que le propinó y con las que lo asesinó le habían salpicado su ropa. Y no es caso único, de estas canalladas ya van suficientes, a decir basta, en los últimos tiempos. Deplorable. Irritante. ¿Quién entiende el fenómeno de las barras bravas? Esas que por la fuerza apoyan y alientan a sus equipos de fútbol y no escatiman violencia para poner en alto a sus idolatrados héroes. Un psiquiatra que nos instruya sobre la nefasta patología que han desarrollado estos mamarrachos que basan sus pusilánimes vidas en el enardecimiento de sus cerebros cuando ven rodar un balón y luego introducirse en una portería al compás de “artísticas” patadas. Cuesta imaginar que esto pueda exaltar y fanatizar espíritus a tal extremo. Peor aún que la emoción resultante pueda rebasar y extenderse fuera las canchas futboleras y transformar en campo de batalla el resto de una ciudad. Con mayor propiedad, mejores frases y con más sofisticadas teorías podrán ilustrarnos los sociólogos, antropólogos y educadores, pero para los comunes mortales, no nos queda duda, se trata de espíritus cortos, incultos, con enorme penuria de educación; seres que no logran diferenciar entre ficción y realidad, entre deporte y querella, entre esparcimiento y conflicto. Sujetos perturbados que eliminan a un ser humano real así como suprimen una figurilla en una pantalla digital de un juego virtual; así lo aprendieron, así lo practican sin consciencia ni escrúpulo. Sí, nos dirán que la culpa es del sistema educativo o de las oportunidades socio-económicas de una franja de la población, y aunque razón no le falta al argumento, algunos tanteos de estudio muestran que de estos asesinos futboleros hay en todos los estratos de la población. Por supuesto que tendremos que afinar nuestro sistema educativo para encaminarlo como vehículo privilegiado de enseñanza de otras formas de diversión más edificantes, en donde se advierta que el fútbol es solo una, que es válido como entretenimiento, pero que la consciencia no se puede obnubilar de tal manera que desconozca otras prácticas y que embrutezca al ser humano hasta rebajarlo a la condición de asesino de sus opuestos. En todo caso, es preciso el concurso de un sistema de justicia adecuado que impida y disuada la repetición de tales extremos, que un exceso de esta magnitud se pague severamente y no se mengüe la pena ejemplar que debe ser purgada. Las leguleyadas a que nos han acostumbrado juristas y jueces, mediante las cuales se conceden generosas (e injustas) rebajas de condena no pueden seguir entorpeciendo el funcionamiento de una sociedad que se desea sana. Necesidad imperiosa es que el Estado cumpla a cabalidad su ciclo y deber: formación de valores básicos y cívicos, seguimiento y control de su aplicación, sanción por los incumplimientos, reeducación. Que los locutores que se desgañitan e infartan cantando goles cual desafinados tenores líricos, informen y no inciten con sus pendencieros berridos a más exaltación de la debida. Que los mismos jugadores, y como parte de la tan onerosa paga que reciben, vayan por los barrios explicando y educando a sus seguidores sobre la sensata conducta a seguir. Que los desadaptados sociales sean castigados y rehabilitados. Que la erradicación del cretinismo, la ignorancia y la intolerancia sean un propósito pedagógico real con acciones y presupuesto estatal establecido. Que los canallas sean neutralizados. El lenguaje futbolístico que se escucha es incitador a la contienda y ambiguo en sus mensajes. Mesura y consciencia de sus consecuencias debe ser prudente regla de oro. Así como se habla de “jugadas inteligentes”, no debe olvidarse la principal: que el puntapié inteligente sea intencional solo sobre el balón y no contra el compañero de juego y nunca por fuera del estadio. Sí al fútbol; sí a sus hinchas razonables; sí a esa forma de diversión, pero con respeto del otro, sobre todo de su integridad y de su vida; sí a la educación; sí a la formación e inculcación de otros métodos de diversión que tengan que ver menos con patadas y más con las neuronas. El contrincante no es un enemigo, es un contendiente de mentiras, es inventado solo con fines deportivos y lúdicos. PD. Macabra ocurrencia que más vale sacar de mente y práctica: una primera “pelota” utilizada en Inglaterra para jugar fútbol fue la cabeza de un soldado romano muerto en batalla.