“De pronto pensé que a lo mejor yo no era real, o que sí era real y todo lo demás era imaginario; ambas situaciones me entristecían”.
G.M.
Una novela que nos introduce, por boca de una niña, en el mundo del fanatismo religioso cristiano y de las consecuencias que este irracional comportamiento tiene sobre una familia, que se vuelve disfuncional. Judith, una niña de 10 años, huérfana de madre, vive en gran aislamiento del mundo; comparte con su padre, fanático y fundamentalista religioso que tiene por único precepto y conducta de vida lo consignado en la Biblia que ha inculcado hasta al tuétano a su hija. Crece esta niña en la carencia de comunicación fluida con la sociedad, que la conduce a una vida entristecida e impropia de su edad, y a una problemática relacional con su entorno, particularmente con sus compañeros de colegio, con quienes no logra interactuar. Convirtiéndose así en objeto de ridículo, rechazo y de matoneo, igual que su padre en el medio laboral. ¿En qué queda el ser humano cuando a cada actuar antepone la fe y la Biblia como rector de sus decisiones? ¿Qué secuelas deja en un niño criado un ambiente en donde cada acto se supedita a lo que algunos versículos bíblicos –obsoletos y acomodaticios– pregonan? A esto intenta responder el libro “un mundo soñado” de Grace McCleen (Gales, 1981). Es la primera novela, premio Desmond Elliot, de esta escritora graduada en filología inglesa en las universidades de Oxford y York, y quien sabe bien de qué habla, puesto que su familia era fundamentalista cristiana. Podría caerse en la tentación de calificar esta novela de ingenua o de historia pueril al ser relatada en primera persona por una niña. Poco necesitará el lector para quedar atrapado y entender que se trata de una narración con denuncia apenas velada sobre el malestar y gran desasosiego que experimenta la niña al haber estado expuesta desde siempre a mandatos doctrinales y actuares fundamentalistas. ¿Que no es un opio una conducta fanática religiosa que algunos tratan de hacernos pasar por ejemplar y deseable? Por supuesto que lo es, y más en la medida en que esta pobreza intelectual se convierta en eje exclusivo de vida y en único recurso de análisis. Anhela la chiquilla protagonista de la historia demostraciones de amor en lugar de las tediosas e inquisidoras pláticas y adiestramientos religiosos a que es sometida. Su padre solo aspira a ganar la vida eterna y ansía que el Armagedón, el fin del mundo bíblico, aparezca como solución a un mundo que considera descarriado y que necesita punición divina; en realidad con ello aspira a un escape de su restrictiva y amargada vida. También la niña, aunque teme ese fin trágico del mundo, lo convierte en algo deseado que acabe con su sombría e ininteresante vida. Responde siempre el fanático padre ante las dudas de su hija con frases de gran significancia irracional: dios sabe como hace sus cosas, sus designios son inescrutables. De una manera sencilla, y no por tanto menos contundente, pregunta Judith a su padre. ¿Dios sabe todo lo que pasará en el futuro? A lo que responde el padre “Dios puede decidir qué quiere saber y qué no” y su hija replica “Entonces debe de saber qué va a pasar para que no quiera saberlo”, para acto seguido concluir con atino “Pero, si todo lo que hacemos está escrito en algún sitio, ¿somos libres para hacer lo que queramos o solo creemos que lo somos? Plantea así, ni más ni menos, el tema del libre albedrío en el que se enredan siempre en vacuas explicaciones las religiones, porque la dudosa argumentación esgrimida es como un pantano movedizo: una vez alguien adentro, entre más intenta escapar, más se hunde en su fango devorador. Como paliativo a su desconcierto existencial construye Judith en su habitación con objetos de basura un mundo imaginario, una maqueta de ciudad, un “mundo soñado”: su interpretación de la realidad. Cada persona, cada hecho es allí caracterizado, es la manera como esta niña solitaria se relaciona con el mundo, que le es ajeno. Como algunas coincidencias ocurren entre la realidad y el accionar que ella hace de esta maqueta, Judith concluye que manipulándola, a la manera de un títere, es capaz de producir milagros; lo que le produce satisfacción de vengarse de quienes la contrarían, al tiempo la llena de gran culpabilidad. Es en esta realidad virtual de dicotomía –escapatoria de sus miserias psicológicas– así como en imaginarios diálogos con dios que transcurre su infantil existencia. Triste consecuencia de su aislamiento, desamor y monotema religioso. Son remarcables las proselitistas visitas de evangelización que padre e hija efectúan de casa en casa por los diferentes barrios de la ciudad. El ensañamiento con que se dan a tan inútil misión contrasta patéticamente con la indiferencia y descortesía con que son tratados, produciendo buena mezcla de risa y conmiseración. Estupenda ocasión nos brinda este libro para reflexionar sobre la principal función de una educación sana y apropiada: crear individuos libres, capaces de tener autonomía de pensamiento con el respeto y tolerancia que exige la vida en sociedad. Ardua tarea para padres y educadores, en la que debe haber plena consciencia de que mentes infantiles y adolescentes (así como las débiles adultas) absorben e integran sin filtro todas las ideas que les inculquen. Creen algunos que la generación de valores éticos consiste en inyectar indiscriminadamente a sus hijos esos mismos que ellos poseen. Hay una serie de principios que son indispensables para la sana convivencia social, los laicos esencialmente, mas no los religiosos que deben ser de libre escogencia de los individuos cuando adquieren capacidad y edad de discernir y decidir. En un porcentaje elevadísimo vemos como los hijos adhieren a los principios religiosos de los padres y los hacen “suyos”, ignorando que estos les han sido embutidos (cuando no obligados) desde tempranísima edad. ¿Qué libre escogencia han tenido? Ninguna. No es, entonces, esta novela, cuya lectura a todas luces recomiendo, un tema de mera ficción, es el caso que registramos cada día y que lastimosamente vemos experimentar entre los adictos a la religiosidad extremista como único método correcto de vida, con desdén de la razón, de la sociedad y del mismo ser humano. Peligroso para la salud intelectual y más perjudicial aún para la de las personas en formación, esas que conformarán y dirigirán nuestro futuro.