A raíz del reciente paro de maestros y los acuerdos finales entre el Ministerio de Educación y Fecode, conviene formular algunas reflexiones sobre lo que es la verdadera crisis de nuestra educación.
La instrucción pública —como se le llamaba antes— pasa por un mal momento en Colombia; los resultados de las pruebas Pisa, Saber Pro y de otras comparaciones nos ponen en una situación poco destacada. Antes, cuando no podíamos compararnos con otras naciones, no teníamos una idea clara de cómo andaba nuestro sistema educativo, y nos contentábamos con saber que en términos de cantidades habíamos hecho un gran progreso a partir de la mitad del siglo anterior, cuando el analfabetismo era de más de la mitad de la población y pasó a ser menos de 5 % ahora; y cuando, en 1900, la población de estudiantes en educación básica era insignificante: el 3 % de los habitantes; en 1958 aumentó al 8 % (1,5 millones), y en el 2000 llegó al 14 % (más de 5 millones). Por su lado, los estudiantes universitarios eran, hacia mediados del siglo anterior, cerca de 40.000, mientras que hoy contamos con 2.300.000, lo cual significa una cobertura del 45,5 %, nada despreciable.
No puede desconocerse ese esfuerzo, que posiblemente se intensificó a partir del plebiscito de 1957, cuando el pueblo aprobó que el presupuesto para la educación no podría ser inferior al 10 % del total de la nación. Se construyeron muchas escuelas, aumentó la nómina del magisterio, la educación se descentralizó y nacionalizó, la matrícula creció no solo en las ciudades sino en el campo… Fue una pequeña revolución y, sin duda, hoy podemos ver sus efectos.
Pero los números no son suficientes. Nuestra educación sigue siendo pobre cuando se compara con la de naciones vecinas, y muy inferior a la que muestran los países europeos de la OCDE. Las pruebas Pisa miden concretamente la capacidad de aplicar los conocimientos en la resolución de problemas de la vida real, en los campos de matemáticas, ciencias y comprensión de lectura. No miden otros aspectos de la formación como son las artes, las humanidades y el comportamiento moral de los estudiantes. Por su lado, las pruebas Saber, administradas por el Icfes, son el equivalente colombiano a las Pisa, y se practican anualmente a estudiantes de secundaria (Saber 11), estudiantes de niveles técnicos y tecnológicos (Saber T y T) y universitarios (Saber Pro). En ambos tipos de pruebas —particularmente en las Pisa— ocupamos puestos mediocres, y en algunas áreas como matemáticas, la posición es muy baja.
Años atrás, la instrucción en matemáticas y ciencias solía ser de regular calidad (todavía sigue siéndolo), y prácticamente no se enseñaban las segundas lenguas, pero la capacidad de lectura era aceptable. Se hacía mayor énfasis en la enseñanza de historia, geografía, religión y cívica, materias que hoy, bajo el nombre de sociales, constituyen lo que se denomina despectivamente una “costura”, es decir un añadido. El producto final era “malos científicos, pero buenos ciudadanos”. Ahora no estamos produciendo buenos ciudadanos ni jóvenes preparados para las ciencias, salvo en algunos pocos planteles de élite, la mayoría de carácter privado.
La educación que reciben nuestros niños y jóvenes no es la que se adquiere exclusivamente en las aulas, por lo cual, cuando hablamos de una juventud mal educada, no podemos responsabilizar exclusivamente al llamado sistema educativo. Tal vez este tiene la responsabilidad de instruir en ciencias, matemáticas y lenguas extranjeras; pero una enorme carga de la responsabilidad cae en el hogar, la calle, los medios de comunicación y, ahora, en las redes sociales y la internet. Es el conjunto de estas influencias el que determina qué clase de individuos estamos entregando a la sociedad.
El hogar es el ámbito por excelencia para la formación inicial, para inculcar a los niños los valores básicos y las costumbres que han de acompañarlos durante la vida. Actualmente, la mayoría de padres no tiene ni tiempo ni interés para dedicar a la formación de sus hijos, y se contentan con atender otras necesidades materiales. No olvidemos que en Colombia un alto porcentaje de los hogares es uniparental, casi siempre teniendo a la madre como cabeza de la familia, madre que debe atender las tareas domésticas y a la vez trabajar para ganar un sustento básico, de forma que le queda poco tiempo para acompañar la educación de sus hijos y para formarlos en las cuestiones de la vida. En los hogares de menores recursos, el barrio se convierte en una escuela viva para la mayoría de niños y jóvenes; pero aun en hogares de estratos altos, los padres suelen estar ausentes y dedican a sus hijos una mínima parte de su tiempo, por lo cual encomiendan la educación a los planteles educativos, a las empleadas domésticas, al club y a una televisión que acapara varias horas del tiempo de los menores.
Se afirma que si realmente queremos cambiar el curso del país en temas tan dramáticos como la corrupción, la violencia y la inequidad, la tarea debe ser educativa y formativa, desde el hogar, la escuela, el trabajo y la calle, y ha de comenzar en las edades más tiernas, cuando el ser humano está abierto a aprender sin prejuicios y es una especie de “esponja” que todo absorbe. Por ello, importantes pedagogos coinciden en que la educación preescolar constituye la etapa más propicia para inculcar nuevos valores culturales y morales.
Nuestro país no va a cambiar mediante la profusión de leyes y normas de conducta emanadas desde el Congreso o del Ministerio de Educación, ni con los Planes Decenales de Educación, ni es cuestión de presupuestos elevados, como lo defienden los sindicatos de maestros o el mismo Gobierno (aun cuando los recursos son necesarios), ni es la escuela el lugar más importante en la socialización de los chicos, sino los compañeros, los amigos de juego, la televisión, los videos, la internet y las redes sociales. El tema educativo es demasiado complejo, y no lo podemos reducir a unas cuantas cifras estadísticas, ni a planteamientos puramente teóricos, ni a programas políticos reduccionistas. Debe entenderse en todas sus dimensiones.
A Colombia le está haciendo falta una educación moral, que no significa —como algunos piensan— una educación religiosa, o de prohibiciones. Desde lo civil es posible desarrollar la formación ética que permita construir una sociedad más próspera, más inclusiva, más solidaria, más austera y más feliz. Una educación formativa que nos enseñe el significado de lo humano, el valor de construir una sociedad y una nación pujantes, la importancia de conocer y adoptar las mejores costumbres ciudadanas y respetar las tradiciones populares, la noción de que el bien común debe prevalecer sobre el individual, el papel de lo espiritual frente a lo meramente material, el significado de las artes y de los juegos en el diario vivir, el respeto que merecen los demás seres vivos y la necesidad de preservar el medio ambiente y los recursos naturales.
No es fácil formular una propuesta concreta sobre cómo rescatar la educación moral y cómo, desde allí, construir una nueva nación. Es mucho más fácil asignar presupuestos, construir escuelas, contratar maestros, diseñar cursos de matemáticas, elaborar pruebas de evaluación del aprendizaje, incorporar tecnologías y expandir la matrícula que proponer un plan, o simplemente unas ideas útiles para regresar al mundo de los valores. Sin embargo, en los valores de una sociedad, es decir, en su cultura, radica el éxito o el fracaso de la misma.
Educación en valores
Vie, 28/07/2017 - 01:34
A raíz del reciente paro de maestros y los acuerdos finales entre el Ministerio de Educación y Fecode, conviene formular algunas reflexiones sobre lo que es la verdadera crisis de nuestra educación