El pasado fin del mundo puso una vez más en evidencia la credibilidad genuina e ingenua de mucha gente. Una turba candorosa dispuesta a ingerir cualquier platillo sobrenatural que se le presente; mina dorada y absorbente de cualquier rito pagano, santería, vudú, brujería, nigromancia, magia, numerología, zodiacos, péndulos, espiritismo, angeología, profecías bíblicas, Nostradamus, invasiones extraterrestres, bolas de cristal, predicciones del Tarot, quiromancia, lectura de cigarrillo, hojuelas de té, cisco de café o chocolate, adivinación, y la más sofisticada y deletérea de todas: la religión.
Hace solo cien años, en 1910, el paso del cometa Halley causó histeria colectiva y fue considerado como otro fin del mundo ante el inminente impacto de este bólido contra la tierra, o por la nube de su inmensa cola cargada de gas cianógeno que intoxicaría a cualquier ser viviente, pero sobre todo venía cargada de cólera divina; algunos decidieron inmolar sus vidas antes del atroz final. Ojalá que en el 2061 cuando el reincidente cometa regrese por estos lares nos encuentre más evolucionados y menos proclives a ilusas especulaciones.
En gran medida la facilidad de aceptación de tan inconcebibles cábalas y de disparatados métodos de adivinación futurológica está dada por la ignorancia, por la falta de información de los descubrimientos científicos, por la dificultad de entender la ciencia y por la desconfianza que las iglesias le profesan. Es apenas una reacción normal; la ciencia ha venido ocupando cada vez más las oscuras rendijas que las iglesias llenaban con sus prédicas y teorías celestiales, se les ha convertido en un gran competidor y eso les hace daño, les horada el capital de almas a las que podían seducir (léase embaucar) con amañados y facilistas argumentos que otorgan a sus dioses todo poder, y por supuesto a sus embajadores en tierra la representación, ejercicio, prebendas y goce de ese poder. De que inquietar a papas, curas, obispos, pastores, prelados y tantos otros oficios dedicados a esta práctica de la ilógica (léase fe).
El mundo sí se va a acabar, y no se trata de ninguna profecía, sino como parte de un proceso físico-químico de gran envergadura: nuestro sol se transformará en una ´gigante roja´, su temperatura aumentará considerablemente para posteriormente explotar. Eso ocurrirá, como lo han hecho otras estrellas, dentro de 5000 o 6000 millones de años; este fenómeno, corriente en el universo, hará desaparecer nuestro planeta y seguramente todo nuestro sistema solar. Está lejos, pero será nuestro fin, si es que antes un asteroide (como el que cayó en Yucatán-México que cubrió de tinieblas y polvo letal la atmósfera aniquilando los dinosaurios) no nos cae en la testa; y de estos nos impactan miles a diario sin que tengan el suficiente tamaño para penetrar completamente nuestra atmósfera o causarnos un daño mencionable. Es parte de la mecánica de nuestro universo que tiene infinidad de objetos que yerran en el espacio sin mayor control. También puede sobrevenir un desastre nuclear o, asimismo, que nuestro aire se torne irrespirable como consecuencia de la irresponsabilidad ecológica con que tratamos nuestro mundo.
En los concilios del siglo IV, los jerarcas eclesiásticos decidieron acomodaticia pero infaliblemente, por supuesto, definir cuáles eran los libros que el dios cristiano había dictado/inspirado para hacer parte de la Biblia: el sumun de la verdad indiscutible. De haber existido Harry Potter, Hobbit, El Señor de los Anillos, la guerra de las estrellas –por citar solo algunos– estos hubiesen sido certeros candidatos a formar parte del libro “sagrado”. Por fortuna para la época, existía ya algo comparable: el Apocalipsis que es el gran show, la gran puesta en escena, la narración de ficción erigida en palabra divina; se quedan cortos los libros y filmes de ficción de nuestra era contemporánea, las alucinaciones que plantea este texto los supera en fantasía.
Es el Apocalipsis el último libro del nuevo testamento, de carácter profético y entronizado papalmente como inspiración divina en el siglo I. El autor Juan (que no es el evangelista, insisten los puristas como si la aclaración bizantina fuera relevante) se libra en la isla de Patmos a elucubraciones dignas de cualquier delirio sicodélico. Arremete el autor con toda la juguetería de ficción: la marca “666” de la bestia, la ciudad de dios, los jinetes apocalípticos que la emprenden a sangre y fuego contra el mundo, el fin de los tiempos, el anticristo, las grandes plagas desoladoras de la humanidad, la resurrección de la carne; ah, y el regreso de Jesús victorioso y justiciero, al mejor estilo de cualquier superhéroe. Tan extravagante resultó la incontinencia de ficción que la iglesia ortodoxa no la incluyó en su liturgia, y el estudioso Lutero tuvo grandes discrepancias con el escrito de marras. Y tan estrafalaria que hoy en día prefieren los adalides bíblicos hablar de simbología y de revelación, eufemismos para camuflar los excesos prekafkianos del apóstol.
Nada tengo contra los escritos de ficción, al contrario hacen parte de mis lecturas, con tal de que así sean catalogados; lo que me parece desfachatado es escuchar a los católicos y a su miríada de sectas, criticar y recriminar el vaticinio maya del fin del mundo, arguyendo que va en contra de la palabra de su señor, como si no fuese del mismo calibre y tenor lo que se lee en el Apocalipsis. Es, por demás, irritante constatar a diario la insana credulidad de muchos, los áulicos religiosos y otros tantos, que esperan esa batalla de Armagedón que ni se sabe bien qué es, pero que poco les importa dado que el objetivo –no confeso, obviamente– es recrear las poco nutridas neuronas, alimentar el morbo destructivo, darle histrionismo sagrado a las mentes humanas, producir la esperanza del inicio de una nueva y mejor vida, de una justicia universal. Gracioso, pero no menos fútil.
El mundo sí se va a acabar
Dom, 30/12/2012 - 01:00
El pasado fin del mundo puso una vez más en evidencia la credibilidad genuina e ingenua de mucha gente. Una turba candorosa dispuesta a ingerir cualquier platillo sobrenatural que se le presente; min