“Brownies mágicos?”, pregunté abriendo los ojos como si hubieran apagado la luz.
Me imaginé una bandeja grande llena de muchos brownies melcochudos con frosting de vainilla y confetti de colores pastel en forma de estrellitas. En la vida real, en cambio, estaba con un grupito de gente en el parque que había al frente de la universidad, y alguien comentó que el de la camiseta batik de colores vendía brownies mágicos.
“Uff,” dijo alguien más, “el flaco sentado en las piernas de la pelirroja vende porros armados.”
“Porros armados?”, volví a preguntar abriendo los ojos aún más.
Ya casi cumplía veintiún años, padecía un ataque de pretensiones artísticas y me había metido a estudiar diseño grafico en la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
“FITIFIUUUUU!”, alguien chifló llamándolo y el flaco recogió su maleta y caminó hacia nosotros.
“Ole, mijo”, saludó alguien al flaco.
“¿Qué quieren?”, contestó el flaco sin saludar, como de mal humor.
“¿Qué tenés?”, le preguntaron.
“Porro, perico, pepas, lo que quieran. ¿Que quieren?”.
“¿Qué querés?”, me preguntaron a mí.
“¿Yo?”
“Sí, quiubo, quiubo, ¿qué querés?”. Me regañó el flaco, apurado.
“Un porro”.
“¿Uno solo?”.
“Eh... dos”.
“¿Dos no más?”.
“Flaco, dele uno sólo que es la primera vez, no sea abusivo”.
“Todo bien”, contestó el flaco, se iba aprovechando de mí.
Estaba nerviosa, pregunté qué iba a sentir y nadie me quiso contar. Alguien prendió el porro y me lo pasó.
“¿Qué hago?”.
“Inhalas y lo guardas en la barriga lo más que podás”, dijo el sabio.
Sentí taquicardia antes de inhalar, estaba emocionada. No fumaba cigarrillos, así es que tosí como un perro, como tosen todos la primera vez. De inmediato el tiempo comenzó a pasar más lento, la gente parecía que se moviera en cámara lenta. Todo era lento.
“¿Esto es de verdad?”, les pregunté.
Todos me llevaban hasta tres años de ventaja. Se rieron.
“Mire las nubes”, me dijeron.
Un oso hormiguero, un rastrillo, un delfín, una taza de té con su plato, ovejas y pescados, una corbata, un barco, cualquier cosa.
“¿Cómo así? ¿Esto está pasando?”. Yo no entendía nada. “¿Esto es de verdad?”.
Unos veinte minutos después, hacia las seis de la tarde, el sol empezó a brillar más y a mí me dieron unas ganas locas de comer chocolate blanco.
“FIIIT! FIIIT! FIIIT!”, chifló alguien en el grupo, “FIIIT! FIIIT! FIIIT!”.
Desde una cuadra hacia la montaña vinieron corriendo una carrera dos niñas de caras y pelos sucios, cargando, cada una, una caja llena de paquetes de colores que envolvían muchas delicias. Las dos gritaban al tiempo, hablando golpeado y peleando por vendernos alguna cosa. Alguien me compró un chocolate que no era blanco y dieron el asunto por superado, pero el asunto estaba lejos de ser superado. Me comí el chocolate, pensando en chocolate blanco, y cuando terminé me quedé con ganas de más chocolate. De ahí en adelante sólo pensé en chocolate.
Me despedí del grupo y caminé hacia la Avenida Séptima a tomar un bus hacia el norte de la capital. Me bajé unas cuarenta cuadras más adelante, en la casa de una amiga. Todavía estaba muy trabada y en mi casa no podían verme en ese estado. Mi amiga estaba sentada en un sofá comiendo uchuvas y mirando Beetlejuice, sobria. Las uchuvas supieron a gloria, y se me olvidó el chocolate.
Inicialmente, decidí que sólo iba a fumar cuando fuera algo especial. Dije que sólo lo haría al aire libre y sólo con mis amigos, sólo con gente en la que confiara de verdad. Me prometí a mí misma que no la iba a comprar, y que sólo la iba a fumar cuando alguien ofreciera. Fumar sola no era una opción, la idea era que los que fuman solos son los drogadictos. Decidí que no me iba a volver adicta. Como el niño gordo frente al ponqué.
Así como empiezan a aparecer burbujas cuando hierve el agua, empezaron a aparecer nuevos amigos porreros, y los viejos amigos empezaron a fumar conmigo. De pronto todos los momentos eran especiales, y aprendí a entrar en confianza con esta nueva gente a punta de porros. Después de haber prometido que jamás metería marihuana a la casa de mis viejos, empecé a comprarla, y a esconderla entre el forro descosido de una cartera elegante que jamás usaba.
Me encerraba en mi cuarto con sus dos microventanas abiertas, velas e incienso. Me paraba en una silla con la cara a la altura de la mini-ventana, inhalaba de una pipa de metal y soplaba el humo hacia afuera. Después ponía Coldplay y Smash Mouth y me acostaba boca arriba en mi cama, con el dedo índice de la mano derecha en el ombligo. Podía sentir todos los nervios del cuerpo en el estómago. Movía los dedos de un pie y los sentía en el estómago, movía las orejas, los dedos de la otra mano, la boca... y lo sentía todo en el ombligo. Así pasaban las horas. Después, cuando tenía que bajar a dejarme ver la cara por mi mamá, ella creía que yo había estado llorando, o que estaba cansada.
Salía de mi casa temprano para clase de nueve de la mañana, y me fumaba un porro mientras atravesaba un parque camino al Transmilenio. Llegaba a mi facultad flotando y todas las clases me parecían interesantísimas. Tomaba apuntes maniáticos, llenos de detalles y diagramas, hacia preguntas complejas y daba respuestas coherentes. Al fin y al cabo, sólo nos reconocemos entre nosotros. Los que no fuman no se dan cuenta de nada. En general, la gente maneja estereotipos que pasaron de moda hace décadas.
Había un grupo de gente que era el “parche” drogadicto. Casi que con mucha honra. En este caso era claro que eran todos unos dementes. La mayoría de ellos muy flacos, de pelos ya casi hediondos, ojerozos, palidos y vestidos con camisetas viejas, chaquetas y tennis de colores. Con este grupo no había pierde. Mientras no me mezclara con sus pepas, su cocaína y demás juguetes, no tenía nada que perder.
Fumábamos entre clases. Nos sentábamos en unas escaleras entre dos edificios a fumar porro como si fuera cigarrillo. Fumábamos rápido, porque sabíamos que nos estaban mirando. Los vecinos se habían quejado y por ahí decían que había cámaras y que el decano nos estaba mirando con una pantalla en blanco y negro en su escritorio.
Algún viernes los invite a todos a mi casa, allá se podía beber, pero no se podía fumar. Así que nos “emborrachecimos” todos, y salimos toda la noche a fumar marihuana en el patio. Era tarde y mis papás dormían, así que no hubo drama, hasta la mañana siguiente, cuando mi mamá se levantó y se encontró a media fiesta durmiendo en la sala.
“¿Quién está durmiendo en la sala? Quienes son estos personajes? ¿Tú a quien estás trayendo a esta casa? Tu casa es sagrada, tu a tu casa no puedes meter a cualquier persona, tienes que ser más selectiva”.
Me abrí del parche drogadicto y empecé a conocer a mis amigas las hadas, que eran igualmente marihuaneras, pero no parecían drogadictas. Volví a encontrarme con una pelirroja hermosa que había conocido en el colegio, y nos íbamos a fumar juntas a un “mirador” que había encima de las canchas de tennis del Parque Nacional. Ella llevaba una grabadora de periodista donde oía mini cassettes en donde había grabado el CD Moon Safari, de Air, y me contaba secretos de familia propios de una telenovela. También conocí a un mujerón caleño, una loca divina. Me llevaba a dar vueltas por la Circunvalar en la Subaru de su mamá y me contaba secretos tristes que nos hacían llorar un poquito, mientras nos pasábamos el porro y reflexionábamos la respectiva pena ajena en silencio.
Tenía otro grupo de amigos que tampoco parecían marihuaneros, con quienes nos reuníamos donde una de ellos que vivía abajo de la universidad en la Calle 39 con Carrera 13. Allá llegábamos fumados por la mañana, para fumar más antes de entrar a clase. Llegábamos en los huecos entre clases, después de clase, antes de ir a trabajar y a la salida, antes de volver a la casa. Los viernes y sábados hacíamos fiestas, y nos quedábamos todos a dormir allá. Las mejores fiestas fueron con chicha. Compramos seis botellas de Coca-cola llenas de chicha y la fuimos mezclando en cocteles con vino de caja y marihuana en la licuadora.
Una de esas noches habíamos planeado hacer un ponqué de chocolate con marihuana, pero después de cuatro botellas de chicha nadie quiso ponerse a cocinar, así que compramos unos brownies asquerosos en la calle y les echamos marihuana por encima. Estábamos preparándonos para ir a bailar, y creamos un juego en el que nos adjudicábamos personalidades que después usaríamos para conocer gente. Cortamos pedacitos de papel y los repartimos entre todos, después cada uno escribió una enfermedad, después una marca, una ocupación, una nacionalidad, un órgano del cuerpo humano, un objeto, cualquier cosa. Así nació Mitsubishi, por ejemplo, un ama de casa Hondureña con un pezón en el codo. O Miami, una periodista Albanesa con hemorroides en el esternón.
Las líneas que dividen las horas y los días se fueron desdibujando, y lo mismo pasó con los meses, y los años. La marihuana logró que la universidad fuera más llevadera. Hizo que la parte académica se volviera, también, en un juego. Es lo que hace el porro, lo vuelve todo un juego, y así se vive bueno. Fue muy fácil, porque todas las personas que me rodeaban fumaban. De repente todo fue muy claro: todo el mundo fuma marihuana. Fuman los que parece que fumaran y los que no. Hay que andar con los que parece que no lo hicieran.

