El veredicto de La historia

Jue, 11/11/2010 - 00:02
En general, exceptuando casos especiales, suele decirse que es la historia la que se encarga de dar el veredicto sobre el buen o mal desempeño de un gobernante.

A juzgar por lo apremiante y bien r
En general, exceptuando casos especiales, suele decirse que es la historia la que se encarga de dar el veredicto sobre el buen o mal desempeño de un gobernante. A juzgar por lo apremiante y bien recibido del paquete de medidas y decisiones hasta ahora tomadas por el nuevo gobierno, la historia, en su papel de juez, ya estaría empezando a calificar al gobierno del presidente Álvaro Uribe. Si como revelan los hechos, al gobierno de Santos le tocó, de manera ineludible, podría decirse, iniciar su actividad anunciando, estructurando y presentando a consideración del Congreso Nacional, un paquete de proyectos que buscan atacar la problemática del país en diversos frentes críticos, y que comprenden principalmente: una ley conjunta de tierras y de víctimas, reformas a los sistemas de: regalías, salud, justicia (aunque fue aplazada), política y elecciones; la reestructuración de ministerios (como los de: salud, justicia, y vivienda, fusionados con los de trabajo, interior y ambiente, respectivamente, en el gobierno de Uribe) y el desmonte de la Comisión Nacional de Televisión; y si a eso se le suma otras medidas en distintos frentes, como el viraje en relaciones internacionales, el mejoramiento de las relaciones con el poder judicial, la intervención de la Dirección de Estupefacientes, y las medidas en el INCODER, inevitablemente surge el interrogante sobre la calidad de la gestión del gobierno de Uribe. Pues, la lógica indica que si el gobierno saliente hubiera hecho lo que tocaba, el entrante no habría tenido que ocuparse de todos estos asuntos de manera correctiva, sino, más bien, de otros problemas o de aspectos más evolucionados de los mismos. Vale decir que por ejemplo en materia de justicia, seguramente habríamos avanzado en el alcance de menores índices de impunidad a través de las reformas del código penal y del de procedimiento penal y de la descongestión en los órganos de justicia; en materia de infraestructura, habríamos avanzado en proyectos prioritarios y sin los problemas de estructuración, diseños, retrasos y sobrecostos que aparecen día a día en los que fueron adjudicados; en materia de salud, ya habríamos superado indicadores críticos de calidad del servicio y de coberturas reales; en materia de desigualdad habríamos adelantado acciones serias de empleo y de redistribución de ingreso y riqueza, que nos alejaran del preocupante último lugar que en este indicador ostentamos en el continente. Pero, ojo, una cosa son las necesarias enmiendas de  Santos a los problemas no resueltos por Uribe durante sus ocho años de gobierno, y otra, que éstas vayan a agotar el programa del nuevo gobierno. Este debe, a la par con tales acciones correctivas, ir desarrollando su propia agenda, una agenda que debe dar cuenta, de manera seria, y es lo que se debe exigir, de su proyecto de país, de su visión de desarrollo, distinto a crecimiento, y de los planes y programas a través de los cuales piensa llevarlo al sitio que le corresponde. Más aún, en este entreverado contexto, para un desprevenido de la política que no esté al tanto de las contradicciones que caracterizan esta actividad, seguramente  resultaría difícil entender que Santos, que fue el candidato del gobierno y que, además, basó su campaña en el énfasis en la continuidad de las tesis de Uribe, tenga que asumir el papel de enmendador de gran parte de la obra de su tutor, lo que, previsiblemente, lo pondrá en contravía con él mismo (así los dos insistan en hacer declaraciones públicas de amistad, mutuo respeto admiración y apoyo) como ya se evidencia en las denuncias a las trabas de los parlamentarios uribistas a los proyectos prioritarios del gobierno que hacen trámite en el Congreso. Ello sin contar con la prueba de fuego que para muchos representa la decisión de Santos de presentar una nueva terna a la Corte Suprema de Justicia para la elección del Fiscal General de La Nación,  paso que Uribe, en su puja con ese alto tribunal, se negó a dar. Por el bien del país, resta esperar entonces que el desarrollo de esta particular relación no se traduzca en más pérdida de tiempo valiosísimo, pues ya se ha perdido bastante. No es justo que algo así le haya sucedido a Colombia, precisamente,  con el presidente más popular en toda la historia nacional. Una reflexión final: si hay que corregir tanto, ¿cómo se explica la sintonía que aún mantiene el ex presidente Uribe con la gran mayoría de la población colombiana? Esa respuesta, a desgano de muchos, tendría que ser buscada en otros tópicos tan particulares como característicos de la forma de gobernar del saliente presidente. Seguramente de esto también se ocupará La historia. 
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