Escribiendo a Aura

Dom, 15/05/2011 - 00:02
Aura Estrada murió el 25 de julio de 2007 a los 30 años. Aura era una candidata doctoral de la Universidad de Columbia, había comenzado a publicar sus cuentos, y llevaba menos de dos años casada c
Aura Estrada murió el 25 de julio de 2007 a los 30 años. Aura era una candidata doctoral de la Universidad de Columbia, había comenzado a publicar sus cuentos, y llevaba menos de dos años casada con Francisco Goldman, escritor. La muerte la sorprendió mientras se bañaba en el mar y jugaba a elevarse con la corriente. Una ola abalanzó su cuerpo contra el fondo, rompiéndole tres vértebras de la espina dorsal que segaron los nervios a cargo de la respiración, del torso y extremidades. Aura fue transportada desde el pueblo marítimo de Mazunte, en la costa pacífica mexicana, hasta un hospital en la Ciudad de México, donde murió al día siguiente, después de dos infartos. Tras la pérdida de su joven esposa, Francisco Goldman, conocido periodista y novelista, escribió la novela Say her name (Di su nombre), publicada por Grove Press en 2011. Son 350 páginas de una historia de amor y de su gran pérdida. En ellas Goldman nos hace conocer su vida y su esposa a fondo, desde la infancia en Ciudad de México y los afortunados años en Nueva York, hasta la devastación de su propia vida tras el accidente. ¿Cómo hablar del amor de su vida, y su trágico fin, desde un profundo estado de vulnerabilidad? Goldman nos abre las puertas de su intimidad sin jamás caer en la auto-compasión, la venta de fórmulas de auto-ayuda, o la auto-felicitación, soluciones facilistas tan frecuentes en libros sobre la pérdida, inclusive de escritores de renombre. ¿Qué nos puede importar o aportar esa historia en particular? Curiosamente es la narración de un accidente absurdo en una playa, en un día demasiado luminoso. Y como lo sugiriera Albert Camus en su Extranjero, la única manera posible de vivir es mirar a la muerte a la cara, y tratar de derivar sentido de los golpes de violencia ciega que propina. Goldman escoge adentrarse en la memoria y aceptar sus bromas de buena gana, como lo hacía con las de Aura, que solía decirle “qué feo eres, mi amor”, con cierta frecuencia. El duelo de Goldman es doloroso, solitario, extraño y a veces cómico. El escritor neoyorquino cree ver el fantasma de Aura tras un enorme arce cerca de la esquina de su cuadra en Brooklyn, y comienza un ritual de abrazarse al árbol con fuerza, cada vez que pasa por ahí, y sin importar quién lo vea, hasta que otra aparición de Aura, burlona, le dice que ella no se casó para esconderse detrás de un árbol. El apartamento de Goldman en la calle Degraw tiene un altar de Aura, con su vestido de novia y otras pertenencias, incluyendo una cajita de palillos chinos. En uno de los pasajes más bellos del libro Goldman juega a ser Proust (dueño de la patente de toda memoria) pero con un dejo del humor escéptico de la Nueva Inglaterra. Una noche Aura trajo un tubo de palillos chinos en Sanborns y lo llevamos a un Friday’s en un centro comercial donde jugamos, mientras tomábamos cerveza y tequila. Era increíblemente absorbente, y requería de la habilidad de un raponero. Aura ganó cada juego, de lejos. Ese tubo de cartón está ahora en el altar. Pero cuando regué los palitos en la mesa del comedor, en vez del brillo numinoso que yo parecía esperar del tubo de cartón destapado, algún brillo restante de esa dulce hora, o la huella, liviana como una pluma, de la risa y del tacto de Aura, no hubo nada. Yo estaba sólo, frente a un morro de palos. Tal vez la memoria es sobrevalorada. Tal vez olvidar es mejor. (Muéstrame al Proust del olvido y lo leeré mañana.) A veces es como hacer malabarismo con cien bolas de cristal en el aire, todas al tiempo, tratar de preservar estos recuerdos. Cada vez que una se cae al piso y se hace añicos hasta convertirse en polvo, otra grieta se abre en mí, otro pedazo de lo que éramos desaparece para siempre. Yo no vendería ese tubo de palos ni por mil dólares. (Francisco Goldman, p 297, traducción de la reseñadora). El amor de Estrada y de Goldman tuvo siempre un vínculo íntimo con la literatura. Goldman, respetado como periodista y escritor tal vez guió sin proponérselo a una joven académica que empezó a encontrar más valor en aventurarse con la creatividad narrativa que en someterse a los rigores de la crítica literaria. Al cumplir los treinta años Aura comenzaba a cuestionarse los dogmatismos académicos y a publicar sus primeros cuentos, los cuales fueron bien recibidos. Del accidente absurdo que cegó la vida de Aura quedó esta novela sobre amor, literatura, pérdida y memoria en la que Goldman revive a su mujer a través de la palabra escrita, y como el Mersault de Camus, se detiene a mirar a la muerte a la cara, hasta derivar algún significado. Aquel hombre serio y solitario que yo veía caminar por mi barrio fue capaz de iluminar hasta los rincones más recónditos de su vida con Aura y de Aura misma, sin sacrificar ni un ápice de autenticidad.
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