Pasando el pavor que me producen las elecciones, cuando casi siempre termino votando para que no suba alguien que me da miedo, en el día de las brujas es obligatorio hablar de este sentimiento básico para la sobrevivencia, el miedo. Porque es tan importante para vivir, como la respiración. Y no exagero.
La primera norma que las madres enseñamos, no es el amor, es a sentir miedo: ¡Cuidado se cae! Ojo, que está caliente y se quema. No juegue con eso, que se corta… Y así, vamos recetando una serie de medidas preventivas a base de sembrar temor. Las personitas, absolutamente influenciables antes de los 3 o 4 años, van comprendiendo que la vida se divide en dos, una antes de sufrir y otra con miedo a sufrir.
Cuando se ha aprendido bien la lección sobre el padecimiento físico y conseguimos andar por el mundo sin muchas magulladuras, quemonazos, cortaduras, picaduras o intoxicaciones, comienza una segunda etapa de aprendizaje, también por la vía del miedo.
En ese momento los miedos se sofistican un poco más, que cuidado no hace la tarea, que se peine para que no la miren mal, que hay que evitar el mal aliento, que si no bailamos somos unas fracasadas… En fin, una interminable lista de medidas terapéuticas para evitar algo, que a los ojos de los padres, nos puede hacer daño.
En la etapa superior de la formación humana, los miedos llegan a exacerbarse al infinito. El miedo a no haber escogido la carrera acertada; el miedo a no ser eficiente en el trabajo; el miedo a que me dejen por otra; en el sexo, el miedo a no complacer y a que no me complazcan. Y con los hijos el miedo a que se hagan daño… Y arrancar de nuevo el ciclo.
Las etapas anteriores se tropiezan inevitablemente con una última y más dramática manifestación del miedo que tiene tres facetas, pero es una misma realidad: el miedo a la muerte que pasa por supuesto por el miedo a la enfermedad y al envejecimiento.
Por las razones anteriores, he desarrollado hacia este sentimiento una especie de adoración. Ningún otro me parece tan valioso, pero, como todo lo que es de significación, se tiene que dosificar. Mucho miedo lleva a la inacción, entumece la iniciativa, paraliza, nos convierte en guiñapos sin voluntad. Muy poco miedo, es el portal del suicidio o de la vida loca.
Por otra parte el Miedo simbólico, ese aprendido en las leyendas, en la literatura, en la fantasía del cine, es inspirador. Sin el miedo no habría novelas de suspenso, no existirían series policíacas o hermosas obras de arte. Los fantasmas infantiles: La pata sola, la madre monte, el monje sin cabeza, los vampiros y la oscuridad que los produce, no fueron sino la cuota inicial de esta creatividad.
Ayer se inauguró en Bogotá UY Festival, en el Gimnasio Moderno. No sé cómo llegaron a esta idea pero me pareció fabulosa. Ya era hora de hacerle un homenaje a este sentimiento tan humano, tan útil y tan inspirador, no solo en lo individual sino en lo social y colectivo. Se imaginan ¿qué le puede pasar a una sociedad cuando pierde el miedo? ¡Todo!, puede llegar a la liberación, como acaba de suceder en Libia, o a la anarquía como ha pasado en tantas revueltas. El miedo hace que una sociedad le tema al cambio, a lo diverso, a lo nuevo y allí no topamos con el conservadurismo y la tiranía.
En todo caso, para sentir miedo, es fundamental tener memoria. Si los pueblos la pierden, si no recuerdan su pasado, pierden también el miedo y actúan torpemente. O, si recuerdan con fijación épocas de dolor, el miedo las paraliza. El miedo sin memoria es el alzhéimer y esta es una enfermedad tan dura para los pueblos como para las personas.