Cualquier momento es propicio cuando se trata de revisar el comienzo de la vida de un ser excepcional, como es la de Fernando Botero. Nació con talento y la persistencia lo hizo artista. En su infancia dibujaba con lápiz todo el tiempo, con la mano derecha y con la izquierda; en las clases y en la casa. En su temprana juventud un grupo de amigos lo invitó a pintar paisajes en acuarela de los techos de Medellín vistos desde el valle y después volvió solo siempre a pintar. Unos años más tarde, copiaba la revista Esquiere de Varga Girls mientras buscaba entender y reproducir el cuerpo femenino, ejercicio que reafirma a la figuración como rumbo. Cuanto tenía 16 años, con Rafael Sáenz profesor de la Escuela de Bellas Artes, conoció la variedad de posibilidades que tenía el concepto de belleza. Al finalizar su bachillerato, se lanzó a ofrecer sus servicios de ilustrador a la dirección del periódico El Colombiano. Y logró serlo a los 17 años. Por cada ilustración le pagaban diez pesos. Era una época difícil mientras se cuestionaba su vocación, que era mal vista en el medio social. A los 18 años se fue a vivir a Tolú con el sueño de ser un Gauguin y encontró la convicción de artista.
Cuando tenía 19 años realizó su primera exposición individual de 25 acuarelas en la Galería Matiz en Bogotá. Eddy Torres publicó su primera monografía. A los 20 años se ganó el segundo premio del IX Salón Nacional de artistas y con ese premio se fue a Europa.
En Madrid, encontró una pensión cerca al Museo del Prado que por un dólar pagaba hospedaje y las tres comidas. Su ídolo era Picasso pero copió a La Venus de Tiziano. Se enfrentó a la complejidad en el manejo del color, el tema mitológico del desnudo femenino reclinado, la cortina como recurso, el paisaje como fondo y el manejo de la luz en el cuerpo. Buscaba encontrar los mil recursos de una pintura compleja.
Fernando Botero.
A Florencia se fue con el libro La vida de los pintores del Renacimiento Italiano escrito por Giorgio Vasari y el de Max Doerner sobre las técnicas de la pintura. Estudió en la Escuela de San Marco y pronto se dio cuenta que en sus profesores no iba a encontrar nada. Por eso, se fue montado en una Vespa a entablar un diálogo directo con las obras mismas.
Encontró en la obra del Giotto la fuerza vital de los principios del Renacimiento, a pesar de respetar un orden bizantino, comenzaba a recuperar la perspectiva. Poco a poco, Fernando Botero fue descifrando el sistema mediante el cual se racionalizan los tiempos, los instrumentos y los procedimientos técnicos en busca de la eficiencia en el acto creativo. En los frescos de Piero de la Francesca estudió la narrativa plástica ordenada en segmentos, la perspectiva por medio del manejo de cubo escénico dentro y el manejo del paisaje. Una composición armónica, donde la desproporción de formas, es posible. Aparece la modulación del color local en una luz matinal sin sombra y el movimiento detenido en medio de la eternidad de un gesto. Como Masaccio, Botero buscó exaltar sus imágenes que vienen cargadas de un sentimiento poderoso donde se impone lo monumental y lo heroico.
Regresó a Colombia pero no tuvo buen recibimiento. A los 24 años, volvió a irse, esta vez a México en busca del sentido latinoamericano, pero halló más fuerza en el arte popular. En 1957, encontró lo que buscaba, el sentido heroico de la forma voluminosa: encontró la desproporción de la forma mientras pintaba una Mandolina. Dibujó pequeño el orificio del instrumento y la forma se convirtió en volumen. En este mismo año realizó su primera exposición en la Unión Panamericana en Washington que fue el principio de una enorme proyección internacional.
Llegó a Nueva York en el año 1960 con 200 dólares en el bolsillo y sin hablar una palabra de inglés. El primer día, encontró un lugar donde vivir y pintar, que desde entonces eran sinónimos en su vida cotidiana. Empezó otro diálogo con las obras maestras en El Museo Metropolitano y en la Colección Frick. Fernando Botero pintaba sus Madonnas, invocaba a Giotto o Macaccio, mientras pintaba naturalezas muertas con peras y manzanas buscando un estilo propio que, como lo hizo Cezanne, debía lograrse en la forma geométrica y simple. En esa época pintaba cuadros con una pincelada gruesa siguiendo un poco la gestualidad del expresionismo abstracto.
La Familia Presidencial. Circo.
En 1963 le interesó la pintura lisa de lo clásico, por los colores de la paleta y la luz matinal. Se trataba de un repertorio sobre la historia latinoamericana de familias tradicionales, prostitutas, generales, obispos, presidentes, primeras damas y las naturalezas muertas.
Botero tenía 42 años, cuando nueve museos en Alemania realizaron exposiciones individuales de su trabajo, y a partir de ahí comenzó la historia vertiginosa de un artista. Una interminable serie de exposiciones anuales que son una constante en su vida.
En 1973, viendo en París, comenzó por ensayar lo que sería la prolongación de su dibujo y la búsqueda de lo tridimensional porque en su obra hay un elemento escultórico. Y en 1985 expuso por primera vez las esculturas monumentales en los Campos Elíseos que seguirán presentándose, hasta hoy en las principales ciudades del mundo.
El dolor de Colombia.
En los años ochenta pintó la serie La Corrida. Como colombiano, siempre ha observado de cerca la realidad nacional, pero a medida que la violencia se volvió guerra, Botero se convirtió en testigo de su tiempo. Ha pintado masacres, velorios, guerrilleros, series sobre la Violencia en Colombia. En los años 90 siguió denunciando los atropellos en las cárceles de Abu Graib y en el nuevo siglo, pinta bailarinas, meninas, la serie El Circo y personajes del tema religioso que ha sido parte de su repertorio: el doloroso viacrucis.