La matanza permanente

Dom, 08/10/2017 - 05:38
Difícil pasar un día sin informarnos de un nuevo asesinato escabroso cometido en el mundo, de esos que tienen categoría de terrorismo. De los crímenes “normales” ni nos enteramos, esos no son
Difícil pasar un día sin informarnos de un nuevo asesinato escabroso cometido en el mundo, de esos que tienen categoría de terrorismo. De los crímenes “normales” ni nos enteramos, esos no son dignos de nuestra consideración, sirven sólo para llenar insípidas hojas de prensa amarillista, a pesar de que su cuantía aventaje con creces los primeros. Tampoco retienen nuestra atención los deplorables asesinatos terroristas que tienen lugar en países no occidentales. Ni desgastamos energía en “naderías”, como la circunstancia de que un energúmeno asesine a su mujer, aún menos si se trata de homicidios pasionales, de venganzas, de borracheras, de atracos o de ajustes de cuentas. Sólo nos trastornan los provenientes del terrorismo en Occidente, esos que estrepitosamente invaden periódicos y ondas mediáticas cuando algún agreste islamista los perpetra insulsamente en nombre de su dios.
“El crimen en plena gloria consolida la autoridad por el miedo sagrado que inspira”, Emil Cioran.
Poco recapacitamos en que desde el alba de los tiempos estamos matándonos: ritualmente para apaciguar dioses inventados (perdón el pleonasmo) e implorar su misericordia; para calmar el hambre, para alimentarnos, fuimos caníbales; en guerras tribales, religiosas, políticas, y hasta de magnitud mundial. Nuestra historia está constituida de asesinatos, han existido desde antes de la aparición del hombre, desde cuando éramos semihumanos en evolución. ¿Ante este panorama, cómo declarar que es un fenómeno nuevo e insólito y que estamos atravesando por una etapa de degradación de la humanidad, como ha dado por afirmarse últimamente? Me temo que no, hemos sido desde siempre exterminadores de nuestros congéneres, las “razones” justificatorias no nos han faltado. Habrá que recordar cómo en la Edad Media, o antes, irrumpían ferozmente en las aldeas y ciudades los bárbaros o los ejércitos “más civilizados” y aniquilaban poblaciones enteras, no sin antes matar niños, violar mujeres, reducir a la esclavitud a los especímenes de buen músculo, expoliar bienes y finalmente arrasar construcciones y sembradíos. Ni qué hablar de la historia más reciente cuando en conflagraciones mundiales se mataban por millones, o en cámaras de gas se hacían colas para exterminar seres humanos, o cuando Mao el “héroe” chino mató de hambre 60 millones de sus compatriotas, y ni para que mencionar cuando por millares se eliminaron humanos con modernísimas bombas atómicas. Casos ilustrativos sobran. La historia de la humanidad está empedrada de asesinatos individuales y colectivos que por supuesto no llevaban el título de terrorismo. Nada actual este fenómeno, lo novedoso es la tecnología y expansión de las telecomunicaciones: no bien ha sobrevenido un asesinato terrorista que el mundo, en todos sus rincones y en tiempo real, se percata de lo acaecido, a diferencia de siglos anteriores en donde se necesitaban años para enterarnos; sin pensar en nuestra prehistoria en donde hasta ahora y gracias a excavaciones arqueológicas nos damos cuenta de que había matanzas y banquetes tribales con carne humana, o bien que la extinción de los neandertales, nuestros ancestrales primos, en gran parte fue debida al homo sapiens que lo acosó y eliminó –hipótesis que estudian los antropólogos. ¿Somos, entonces, peores que nuestros antepasados? No, lo que somos es más comunicativos y con elaborados medios tecnológicos para hacerlo. Que no se preste a equívoco, esto no excusa nuestro odio a los demás que nos lleva a eliminarnos. Por el contrario, nuestra falta contemporánea es más profunda porque ahora estamos en mejor medida de entender, al menos teóricamente, que la vida del otro es sagrada, de que acatar el pacto social de no eliminarnos, así sea por el utilitarismo consistente en “no te ataco y respeto tu vida, para que lo mismo ocurra con la mía”. Nuestro ahora mucho más desarrollado sistema de valores debería permitirnos respetar más la vida humana (la de los animales aún no está en firme pie, será para etapas posteriores) y a pesar de ello sólo conseguimos matarnos con más sofisticación. Dado el desarrollo de las ciencias sociales y la filosofía, trata de uno de encontrar “lógica” a esta serie de asesinatos que a diario nos atribulan; a algunas matanzas logramos encontrarles explicación (no comprensión, por supuesto), aquellas provenientes de un deseo de expansión económica, política o geográfica, por absurda que nos parezca, le hallamos un cierto sentido, así no lo compartamos; la del denominado Estado Islámico, la entendemos, así no concibamos su furor religioso ni menos las premisas de su Allah (como las de ningún dios sanguinario) que preconiza –Corán de por medio– el matar infieles –nosotros– a cuchillo por destripamiento o degollamiento (como las cabras de sus atroces fiestas rituales), así como fueron inmoladas recientemente dos chicas estudiantes de Marsella. Pero se entiende menos o nada cuando –como en las Vegas (EEUU), por citar sólo este caso– alguien de repente decide tirar ciegamente contra una multitud que se deleita en un concierto y sin motivo aparente (así oportunista y mentirosamente el Estado Islámico reivindique la oprobiosa acción). Queda uno estupefacto y con avidez de entendimiento. Mucho habrán de decirnos los psicólogos y psiquiatras sobre esta conducta. Se pregunta uno si esta anómala conducta es sólo de perturbaciones psiquiátricas, o más bien de trastornos modernos, como afanes de malsana figuración, de odio acumulado a nuestros semejantes, de venganzas ocultas contra la sociedad, de aburrimiento existencial, de ocio insalubre, de carencias educacionales, de penurias de formación intelectual. Tendrán que esculcar los expertos en neurología y ciencias anexas porque de su hallazgo dependerá el remedio, ese que merece nuestra contemporaneidad, a esa que hemos querido desligar de la barbarie de siglos pasados, de esa que nos ufanamos de considerar como civilizada. La solución dista de ser fácil, lo que sí es de respuesta inmediata es que necesitamos aumentar el grado de instrucción, de educación, de extirpación de la ignorancia, de incremento del conocimiento y práctica de la filosofía y no sólo de la técnica. Aspectos que no necesitan de genialidades que las promulguen consisten en limitar extremadamente el porte de armas, impedir la conformación de arsenales como el que poseía el asesino de Las Vegas, así algún anacrónico párrafo de la Constitución estadounidense rece lo contrario y que el belicista Trump por sus compromisos electorales se resista a admitirlo. Sí, y es de reiterar, se trata de elevación del nivel intelectual, de inculcar amor y respeto por la vida de los demás; cada escrúpulo relacional debe ser examinado en aras de defender la vida y la armonía humana. Por ejemplo, mermarle tiempo y dinero a las enseñanzas contra el sexo consentido que es fuente de cohesión. Llamado a los políticos, religiosos, economistas, docentes para analizar de cerca si sus premisas avanzan en el sano sentido de la preservación de la vida o por el contrario salvaguardan prejuicios e intereses que van en contra de nuestra humanidad.
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