Aunque casi siempre me pasa, no deja de sorprenderme que la revolución estomacal que se me desata con el inicio de una campaña electoral, y se me agudiza cuando los candidatos muestran el cobre de su desespero, se me convierta en ganas de vomitar en vísperas de las votaciones. A lo mejor usted siente lo mismo, es lo peor, ¿cierto? Pues hoy, a tres días de la jornada en la que saldrá el nuevo tendido de gobernadores, alcaldes, concejales y etcétera del país, la náusea se ha apoderado de mí como si fuera el mismísimo Antoine Roquentin que al captar lo superfluo de la realidad, enciende su propio bombillo: “… La contingencia no es una máscara, una apariencia que pueda disiparse; es lo absoluto, en consecuencia, la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: ese jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar… Eso es La Náusea”. Lo dice Sartre, que algo pensaba. ¿Todo es gratuito?, me pregunto yo, que a veces comprendo lo justo. Pertenecer a una sociedad, cumplir ciertas normas, mantener una rutina, salir a votar, presenciar las mezquindades de tantos poderosos; sobreaguar en el fango del temor, la corrupción y la impunidad; soportar promesas en promoción, sentir vergüenza ajena por los osos de los aspirantes y sus equipos, aguantar a los elegidos… Más allá de la elucubración, tal gratuidad está por verse. Pareciera, mejor, merecimiento.
En Medellín, por ejemplo, para empezar por el lugar que habito, se ha desarrollado una campaña en la que la mayoría de los postulados luchan a brazo partido entre sí, no para ser elegidos por los ciudadanos de a pie, que lo único que quieren es que la ciudad funcione bien, con honestidad, equidad y seguridad; sino para evitar que sus contendores se alcen con el recaudo de las urnas. Para ello, nada mejor que apelar a la muy de moda rumorología, algo así como denme-los-ingredientes-que-yo-les-armo-el-chisme, ¿no J.J.? “Soy pragmático de nueve a cinco y hago poesía y filosofía y letras de las cinco para adelante. La película mía es la de ganar elecciones”, manifestó, definiéndose, el consultor venezolano, J.J. Rendón –sí, el que demanda a todo aquel que se le atraviese durante el horario dedicado al pragmatismo– a la revista Semana (agosto 29-2011). Revela también en dicha entrevista, no sé si sonriendo de satisfacción: “La mala fama que tiene Luis Pérez se la creé yo”, para enseguida anotar que por eso, cuando el susodicho lo llamó a decirle: necesito que usted me ayude a revertir la mala imagen que me creó, él le contestó: “Esa se la debo”. Y como “la ética es para los filósofos”, y bastantes políticos deben creer que Filosofía es un caserío repleto de votantes por conquistar, manos a la obra: los dardos cambiaron de blanco, con la rapidez con la que cambian de bando los mercenarios. Qué vergüenza. A la apatía y a la fatiga viene a sumarse la sospecha; con el agravante de que en las últimas semanas se ha dado más espacio en los medios a lo que dicen alias el cebollero, el pepino y otras hortalizas que pelechan al margen de la ley, que a la exposición de los programas que permitan decidir a la gente sobre cuáles deben ser los gobernantes adecuados. (Los debates los transmiten a horas imposibles). En todo caso, tengo clarísimas dos cosas: por qué candidatos no voy a votar y a qué restaurantes no voy a comer. No me gustan ni Luis Pérez, ni J.J., así como tampoco me gustan la sobrebarriga o el sancocho. Son gustos. O disgustos.
Pero el llamado empate técnico no se está presentando sólo en Medellín. En Bogotá la cosa está aún más reñida por cuenta de que Gina Parody y Asociado le están pisando los talones a los punteros Peñalosa (regularete candidato, buen gestor) y Petro (un interrogante, dialéctico); el primero, afónico de entonar cánticos en cuanta iglesia cristiana lo invite –“soy católico criado en la religión, pero me he acercado a los cristianos que han ayudado tanto”–, ignorando que la mezcla de política y culto es una bomba para la digestión. El segundo, cabalgando sobre la falta de realismo de Luna y Galán que, a pesar de no tener chance en esta oportunidad, siguen jugando a las candidaturas. Y los bogotanos ahí, entre la rubia y la morena, con la capital patasarriba y el alcalde que eligieron la vez pasada, investigado, inhabilitado y detenido.
En Cali, Manizales, Cartagena, Bucaramanga y el resto de cabeceras municipales, sí que hay tela para cortar, de todas las urdimbres. (Lástima que el espacio se me agota). El asunto es que, al revés de lo que pregona la publicidad de un conocido pollo frito, Colombia no tiene presa buena en la materia que nos ocupa. Si hasta el voto en blanco –la presa más gustosa para quienes, en ocasiones, hemos ejercido el derecho a votar y a protestar con libertad– se lo endosaron a grupos de avivatos que lo pretenden capitalizar, qué se puede esperar distinto a una politiquería ad náuseam. Poco, muy poco.
¿Superaremos algún día el analfabetismo político que nos hace tan vulnerables frente a las urnas? Mmm, quién sabe. A estas alturas, los síntomas del mareo los tengo todos.