La gente se casa por muchas razones. La esposa de mi amigo Revoliáo cree que ellos se casaron por amor; al fin y al cabo celebraron con una fiesta que debió de costarles mínimo unos treinta mil dólares. Revoliáo tiene tres mejores amigos, pero de ellos, me consideró la mejor candidata para ser the best man, el padrino de su matricidio. La novia eligió como madrinas a sus dos mejores amigas, unas mellizas abogadas de Dallas a quienes vistió de morado y les enruló el pelo como a Shirley Temple. Yo tuve la inmensa suerte de recibir la orden de vestirme de negro y me puse un vestido corto estilo Jackie O., zapatos coca-colos y pintalabios rojo.
Como es costumbre en el planeta tierra, todo en la celebración del matricidio de Revoliáo y la gringa de Austin (Texas) fue planeado con meses de antelación. La familia de mi amigo no asistió a los festejos por encontrarse en otro país, así que fuimos nosotros cuatro quienes lo acompañamos. Por mi condición de padrino, estuve todo el tiempo con los hombres y logré evadir a la novia y a las mujeres durante toda mi estadía.
Para la despedida de soltero salimos del hotel Revoliáo sus tres mejores amigos y yo. Subimos a una camioneta gigante y recogimos a otros tres amigos en el camino hacia el puticlub. Uno de ellos traía dos porros tan enormes como tabacos cubanos. Otro trajo una garrafa de tequila mexicano con un gusano en el fondo.
Salimos de la camioneta caminando en zig-zag. El puticlub quedaba sobre una de las autopistas de Austin, en un local rodeado de parqueaderos. Nada allí anunciaba el interior del recinto. Un flaquete de traje blanco y corbatín negro abrió las puertas del club y nos sonrió mostrando todos los dientes. Adentro, en la recepción, sobre una alfombra roja y rodeados de cortinas de terciopelo color verde botella, nos pidieron identificaciones y mirándonos de arriba-abajo, como escaneándonos. Nos cobraron la entrada y nos advirtieron de que esperaban que nos comportáramos como unos caballeros. Yo me acomodé las tetas sintiendo mi taquicardia, sin dejar de mirar a los ojos al gorila de seguridad que nos abrió la última puerta hacia al festival de la sordidez.
Adentro, como era de esperarse, había poca luz. Los bombillos alumbraban los bares y los escenarios de diferentes tamaños, desparramados sobre la inmensa sala como islas en el agua. En cada isla había una mujer entaconadisisísima y en tanga restregando su vagina contra el tubo del escenario, rodeada de ojos. Nos recibieron un par de morenazas con siliconas en las tetas y nos guiaron hacia la zona que teníamos reservada. Nos sentamos en sofás individuales, algunos con rueditas, otros no, justo en frente de un escenario donde se enroscaba y desenroscaba una stripper blanca de unos 45 años. Los más borrachos pidieron más tequila. Yo acomodé mi rabo mientras ignoraba a la cuarentona y buscaba algo que me gustara entre la gente alrededor mío. No pude ver mucho y la cuarentona seguía moviéndose como una culebra. Algunas strippers se acercaron a Revoliáo y sus amigos y se sentaron encima de sus parolas automáticas.
Yo seguía buscando algo que mirar y no me di cuenta cuando se acercó una de estas mujeres y se acuclilló al lado de mi sofá.
—Heeeey… —me dijo, y volteé la cara hacia mi izquierda como un resorte.
—Hola. —le dije en español. Blanca, muy blanca. Pelo negro liso, sobre la cara. Ojos negros, muy negros.
—Soy Morgan. ¿Cuál es tu nombre? —me dijo con tono de estudiante de NYU. —Me encantan tus zapatos rojos. ¿Qué estás haciendo aquí?
Mientras tanto, una de las morenas que nos recibió cuando llegamos se había montado al escenario que teníamos en frente. Llevaba unos tacones de acrílico transparentes con una plataforma de unos ocho centímetros y una tanga de lentejuelas tornasoladas. El pelo corto y suelto, planchado por el enemigo, le rodeaba la cara como un casquito. La mujer de edad, indefinida, puso las manos en alto, se colgó del tubo y empezó a dar vueltas sobre él sin dejar que sus caderas lo tocaran. Después trepó hacía lo alto del tubo, enredó los pies y soltó las manos dejándose colgar mientras se agarraba las tetas con sus manos de uñas de acrílico doradas.
Morgan se había ido de mi lado y yo no me había dado cuenta. La morena en el escenario agarró el tubo con las manos y descolgó los pies, dejándolos caer abierta de piernas, los tacones golpeando el piso del escenario como un balazo. Volvió a trepar hacía arriba y volvió a descolgarse. Otro balazo. Otra vez hacia arriba.
Después fue el turno de otra blanquita de pelo desteñido con bufanda de plumas de neón rosadas. La morena se bajó del escenario como una reina y se acercó a Revoliáo. Le habló al oído, lo incendió y se le montó encima. Siguió hablándole al oído mientras le restregaba las tetas sobre el pecho. Después dio media vuelta dejando su espalda sobre su pecho y siguió restregándose sobre él. Luego se puso en cuatro amarrando sus piernas en su cuello y se le sentó en la cara. Revoliáo soltó las manos, que tenía engarrotadas sobre el sofá, y le dio una palmada en cada nalga, al mismo tiempo.
Yo estaba sentada al frente de él y lo veía todo como hipnotizada, hasta que me di cuenta que quien bailaba sobre el escenario era Morgan. Entonces vi que tenía puestos calzones y brasier de encaje negro, las nalgas a medio cubrir y unas tetas enormes. Llevaba puestas botas acordonadas de cuero marrón, no le hacían falta tacones. Era gigante. Tenía el pelo negro, liso, largo hasta cubrirle las tetas. Tenía un capul sobre la frente que escondida detrás de una oreja. Era absolutamente divina, la más alta de todas las strippers y la única que no era flaca. Tenía las piernas y los brazos gruesos y una barriga mínima. Se agarró del tubo con una mano y dio vueltas como si se fuera a caer en cualquier momento, manteniendo el balance todo el tiempo.
No fui capaz de pararme y le vi la espalda a un par de encorbatados que se fueron hasta el escenario a ponerle un billete en el calzón, mientras yo la miraba idiotizada y enamorada, con el culo hundido en el sofá de rueditas y los pies anclados en el piso, como enterrada en arena. Morgan se bajó del escenario y se acercó a un grupo de blanquitos con trajes grises y camisas blancas. Se les notaba por encima que era un grupo de texanos millonarios. Caritas de graduados de universidades privadas, divinos todos, relojes grandes que no brillaban, cortes de pelo descuidados, Morgan debió de sentirse en el cielo.
La morena anclada encima de Revoliáo se bajó de él y se me acercó.
—¿Qué miras?
—A Morgan.
—¿Qué quieres?
—A Morgan, quiero a Morgan.
La morena se acomodó la tanga por delante y se metió entre la gente hacia el grupo de machos alfa y Revoliáo gritó quejándose de dolor en las pelotas. Al rato volvió y me dijo que Morgan vendría pronto. Yo acomodé mi sofá y me senté mirándola reírse triste, sentada encima de uno de esos blanquitos rubios. La observé un rato largo, buscándole los ojos hasta que se paró y caminó hacia mí.
—¿Qué quieres? —me preguntó aburrida.
—Te estaba esperando a ti.
—¿Quieres un lap dance con mi amiga y yo?
—Quiero un lap dance tuyo.
—¿Y mi amiga?
—Tu amiga no me interesa.
Morgan me agarró la mano y cuando creí que se iba a encaramar encima de mí, le dije que me llevara a otra parte. Los amigos de Revoliáo empezaron a gritar. Yo me paré del sofá con la gracia que da el agua y la seguí entre la gente, detrás de uno de los escenarios, hasta un sofá de cuero negro larguísimo, pegado al fondo del club.
—Siéntate —me dijo empujándome sin fuerza. —¿Cuántas canciones quieres?
Yo tenía veinte dólares en el bolsillo, —Una.
Se sentó encima de mí, con la cara a cinco centímetros de la mía. Mientras se terminaba la canción me preguntó de dónde era y qué hacía. Me dijo que ella iba mucho a Brooklyn a visitar a sus amigos y que también era escritora. Me dijo que escribía poemas mientras se acomodaba la capul detrás de una oreja. Yo me derretía debajo de ella, con ambas manos a mis costados, pegadas al cuero negro, castigadas.
Empezó a sonar una canción de discoteca y Morgan comenzó a mover la cadera encima de la mía, con las manos en el aire, a la altura de sus hombros.
—Amo New York —me dijo restregando su calzón contra mis piernas.
Yo me morí. No levanté las manos del sofá y memoricé el cuero negro con mis huellas dactilares mientras Morgan se movía encima mío con la calma de una boa constrictor. Terminó la canción y sin dejar de moverse, se acercó aún más y me dijo al oído:
—¿Quieres otra?
Yo saqué el billete de mi bolsillo y lo metí entre su calzón y ella, justo debajo del ombligo.
—Eres muy linda y muy tierna —me dijo.
—Me muero contigo —le dije yo.
Morgan se puso de pie, saco el billete del calzón y lo miró. Lo aprobó, dio media vuelta y se desapareció entre la gente. Yo volví hacía donde se retorcían Revoliáo y sus amigos rodeados de tetas, nalgas y calzones chiquitos y me hundí en mi sofá de rueditas, dejando colgar la cabeza hacia atrás, los codos sobre los brazos del sofá y las manos en el aire, hasta que todos se aburrieron y salimos con el corazón encogido. Mañana se casaría Revoliáo.
Salí de ese puticlub eternamente enamorada. Me monté a la camioneta todavía sintiendo el pelo de Morgan sobre mi cara. Aún sentía su peso sobre mis piernas. Llevaré a esa mujer anclada en el alma hasta que muera y la buscaré entre las putas del siguiente puticlub.
Twitter: @Vagina_Mayer