A Todd le gustaban más los fines de semana que pasaba con su papá, porque era mucho menos estricto que su mamá. Luego de la muerte de su hija de seis años, diez años antes, que perdió la batalla contra una leucemia, Denise se había convertido en una madre obsesiva y sobreprotectora. Al mediodía, cuando el sol tenía la capacidad de fritar un huevo sobre el pavimento, embadurnaba a su hijo con protector solar dejándole la cara, cuello, piernas y brazos blancos. Siempre le recordaba que debía mirar hacia ambos lados al cruzar la calle, y constantemente revisaba los frenos de su bicicleta asegurándose de que estaban en óptimas condiciones. Cuando Todd regresaba de la calle, antes de saludarlo, Denise le preguntaba si ya se había lavado las manos, y por las noches se acercaba a él mientras dormía para asegurarse de que aún respiraba.
Mi viejo conoció a esta familia durante la década que vivió en Sídney, Australia, durante su primer matrimonio, hace casi cuarenta años. Entonces Denise y Lynn, que vivían en Campbelltown, un suburbio de Sídney, estaban casados, pero eventualmente la muerte de su pequeña hija fue más fuerte que sus ganas de estar juntos por el resto de sus vidas y se divorciaron. Entre semana Denise tenía a Todd, entonces de doce años, y a Marie, de nueve, y Lynn los tenía los fines de semana y la mitad de las vacaciones.
Esta foto la tomó mi papá en Sídney a principios de los años 70.
El de la izquierda es Todd con su mamá y su hermana Marie.
Ese año los niños pasaron Navidad y Año Nuevo con su madre y su familia, y el primero de enero se levantaron durante la madrugada a alistarse y esperar a Lynn, que los recogería para ir a pasar el día en una playa de Newcastle, al norte de la capital. Todd estaba muy ansioso y no quiso desayunar, entonces Marie se comió su plato de cereal con leche y también el de su hermano, y luego vomitó por la ventana del automóvil de su padre dejando la puerta bañada en vómito, pues Lynn no quiso detenerse en un afán por llegar a la playa a la hora acordada. Solo se detuvieron para recoger a Maxwell, un amigo de Todd.
Llegaron a la playa pasadas las 9 de la mañana, y a pesar de que el mar no estaba tan picado como los niños hubieran esperado, cogieron sus tablas y entraron al agua a esperar las olas que parecían perezosas esa mañana. Mientras tanto Lynn los observaba desde la orilla y cuidaba a Marie, que construía un castillo con arena mojada que traía cargada en un balde desde la orilla hasta el lugar donde habían acomodado la sombrilla y sus pertenencias.
Cuando Lynn se dio cuenta de que los niños se habían alejado demasiado de la orilla y estaban tan lejos que sus cabezas se veían como alfileres, comenzó a gritarles moviendo los brazos en el aire para llamar su atención. Le sorprendió que de inmediato ambos niños, acostados sobre sus tablas, comenzaron a nadar hacia él rápidamente, impulsados por sus brazos y sus piernas, pataleando casi con locura. No era normal que le hicieran caso tan rápidamente. Por lo general debía insistir varias veces hasta enojarse. Pero esta vez los niños parecieron obedecerle en cuanto lo oyeron.
A medida que se acercaban más a la orilla Lynn comenzó a oír sus gritos de horror, y entonces vio, camuflada entre las olas y sus tablas, la aleta de un tiburón. En ese momento Maxwell se le adelantó a Todd. La aleta del tiburón desapareció en la profundidad del agua y de un momento a otro también desapareció Todd al tiempo que su tabla parecía haber golpeado algo y salía impulsada por el aire para luego caer al agua.
Maxwell continuó pataleando y llegó a la orilla dando alaridos histéricos como un desquiciado.
“¡Un tiburón! ¡Un tiburón! ¡Dios, mío, un tiburón! ¡Cogió a Todd, le mordió una pierna y lo hundió en el agua! ¡Todd! ¡Todd! ¡Por Dios, Todd, ha sido un tiburón, un tiburón!”.
Marié dejó caer el balde sobre la arena y corrió hacia la orilla con toda la intención de meterse al agua a buscar a su hermano y Lynn debió detenerla y apresarla mientras la niña lloraba dando alaridos. Entonces él también comenzó a gritar llamando a Todd. Los tres se quedaron parados con los pies hundidos en el agua, gritando histéricamente; llamando a Todd y buscando la aleta del tiburón que ya no volvieron a ver.
Tampoco volvieron a ver a Todd. El tiburón debió de tragarse al niño pues ni siquiera hallaron sus huesos. Solo recuperaron la tabla de surf intacta.
@Virginia_Mayer
La trágica muerte que una madre sobreprotectora no pudo evitar
Vie, 10/01/2014 - 03:53
A Todd le gustaban más los fines de semana que pasaba con su papá, porque era mucho menos estricto que su mamá. Luego de la muerte de su hija de seis años, diez años antes, que perdió la batalla